No sin ciertos escalofríos de mi memoria colectiva, acabo de conocer las declaraciones de un general en la reserva, Juan Antonio Chicharro, que hizo en unas recientes conferencias: "La patria es anterior y más importante que la democracia. El patriotismo es un sentimiento y la Constitución no es más que una ley".
Yo no sé si este señor es plenamente consciente de sus declaraciones. Me temo que no. Hace ahora mismo 32 años, varios señores de uniforme compartieron unos pensamientos similares, se sintieron investidos de la potestad suficiente como para tomar las armas y las calles y, aunque su intengo de golpe de estado quedó frenado por una serie de circunstancias que ahora no vienen al caso, durante varias horas mantuvieron a todo el país literalmente en vilo. La espantosa sombra de una nueva guerra civil, de un nuevo régimen dictatorial, volvió a planear por la mente de todo el mundo como algo mucho más posible de lo que la reciente ilusión por la democracia había hecho creer.
Insisto, han pasado 32 años. Suficientes como para que, supuestamente, nuestro sistema político se hubiera blindado ante unas ideas tan serias, peligrosas y graves para la estabilidad del país. Todos aquellos elementos que detuvieron el golpe de estado del Teniente Coronel Tejero, desde los políticos que se mantuvieron firmes en sus escaños hasta Juan Carlos I, con aquella declaración televisada que nunca se ha sabido bien por qué tardó tanto en producirse (pero menos mal que se produjo), están hoy más debilitados que nunca. A los políticos (hablo en general, entiéndanme) les pesa enormemente su propia incompetencia, su absoluta incapacidad para responder a los problemas y a los retos de una sociedad en pleno siglo XXI, cuyos partidos siguen funcionando en su mayor parte con sistemas totalmente antidemocráticos. La ineficacia, los escándalos de corrupción y la sumisión a las estructuras de poder europeas han minado completamente su credibilidad ante una ciudadanía harta de escuchar sandeces acerca de finiquitos simulados, despidos diferidos y cinturones abrochados. En cuanto a la corona, qué decir. Creo que nunca antes esta institución había tenido la reputación tan por los suelos, plagada también de bochornosos escándalos de corrupción, cacerías a destiempo y declaraciones muy poco afortunadas, por no decir sonrojantes.
No me aprece casual que justo en este momento, con las polémicas derivadas de los órdagos nacionalistas desde Cataluña, con las instituciones en tela de juicio, sea cuando se producen las declaraciones de Chicharro. Puedo entender que en buena parte de la jerarquía militar cunda el sentimiento generalizado de que esto se está descontrolando. Estoy convencido de que buena parte de la sociedad comparte esa misma impresión. Ahora bien, me parece gravísimo que esa impresión le haga sentir a un general, a veinte o a saber a cuántos más, que eso los inviste de la autoridad suficiente para dar un golpe en la mesa a cañonazo limpio.
Nunca he sido partidario de considerar la Constitución como un texto sagrado, de esos que bajo ningún concepto se deba modificar no sea que se vaya a venir todo el circo abajo. Creo que uno de los problemas que tenemos es, precisamente, el inmovilismo por pánico al error que han tenido varias generaciones de políticos ante este asunto. La sociedad ya no es la de 1978 y necesita cambiar y ver reflejados sus nuevos intereses y realidades en una carta donde todos encontremos un acuerdo. Sin embargo, creo que una consideración más flexible de la Constitución es una cosa, y otra muy diferente que pase de estar sacralizado a ser papel mojado. No olvidemos que ese marco constitucional fue el resultado de unos esfuerzos inceríbles por salir del feudo angosto que era este país en época de Franco, y que en buena parte gracias a él hemos conseguido situarnos en el otro lado del espectro social, económico y político en el que nos encontrábamos entonces. Todo eso merece más respeto que el que Chicharro muestra con su ignorante, inmenso y asombroso desdén.
En suma, la concepción de que la Constitución no vale nada, y desde luego mucho menos que el "sentimiento" de la patria, nos arrojaría a un abismo golpista de consecuencias imprevisibles, y eso es ya justo lo que nos faltaba para darle a este país el tiro de gracia.
En suma, la concepción de que la Constitución no vale nada, y desde luego mucho menos que el "sentimiento" de la patria, nos arrojaría a un abismo golpista de consecuencias imprevisibles, y eso es ya justo lo que nos faltaba para darle a este país el tiro de gracia.
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