Steven Spielberg siempre me ha parecido un director bipolar, en el buen sentido de la palabra. Por un lado, tiene una variante lúdica y juvenil, de entretenimiento puro y duro, con cimas del cine de palomitas como Indiana Jones (1), Tiburón o Parque Jurásico, por citar solo algunas de las mejores. Por otro lado, este señor tiene una variante seria, grave y adulta, con una conciencia por grandes problemas de la humanidad como el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial (La lista de Schindler, Salvar al soldado Ryan), el terrorismo (Múnich) o, muy especialmente, la esclavitud afroamericana. A este último tema ha dedicado una trilogía formada por las muy diferentes El color púrpura, Amistad y la reciente Lincoln, estrenadas en décadas diferentes y con resultados bastante desiguales.
Vaya por delante que mi corazón de espectador me pide más el Spielberg de palomitas, que es donde creo que se desenvuelve mejor. Sin embargo, no es menos cierto que aprecio sinceramente su homenaje a Kubrick en la incomprendida Inteligencia Artificial y que valoro de forma muy positiva tanto La lista de Schindler como Lincoln, dentro de las películas del segundo grupo. Recuerdo el escalofrío que me provocaron la escena de las duchas o del tiroteo del nazi interpretado por Ralph Fiennes en La lista..., donde por primera vez me enfrenté a los horrores del nazismo sin edulcoramiento de ninguna clase, y mucho me temo que algunos de los parlamentos de Daniel Day-Lewis en Lincoln van a granjearle mucho más que un merecido Oscar de la Academia dentro de un mes.
Lincoln es una película difícil, a cuyo ritmo y desarrollo hay que acostumbrarse, pero que conquista una vez resuelto ese trámite. A pesar de estar ambientada en la guerra civil norteamericana, no hay más estruendo de batalla que el de alguna secuencia breve y sin relevancia: esta película despliega su artillería en salas, despachos y cámaras de congresos, y las balas son unos diálogos punzantes y dolorosos esgrimidos por un grupo de actores muy bien escogido. Evidentemente, el que soporta toda la película es un inconmensurable Day-Lewis, en un papel hagiográfico que, no obstante, respeta las líneas maestras de actuación de un hombre firmemente en contra de la esclavitud, y que el actor británico borda con ese infinito talento al que ya nos tiene acostumbrados. Tommy Lee-Jones como Thadeus Stevens está igualmente bien en un papel huraño aunque, al fin, agradecido. El resto, formado por más de cuarenta actores y con la notable excepción de Sally Field, cumple su cometido sin hacer sombra en ningún caso a los pesos pesados del reparto.
El equipo de producción de Spielberg está formado, por otra parte, por su camarilla de habituales colaboradores de las últimas décadas: John Williams a una batuta que ya desde hace años suena demasiado funcional, Kaminski en la fotografía y Michael Khan en edición. Un gran equipo de profesionales que realizan una labor excelente, sin tachas. Mucho se ha quejado Spielberg a lo largo de su carrera acerca de lo que le ha costado convencer a ciertas personas para sus proyectos, especialmente actores, pero a día de hoy y desde hace ya mucho tiempo, este hombre mueve una maquinaria impresionante a todos los niveles contra los que muy pocos pueden competir (que se lo digan si no a Ben Affleck y su pequeña gran Argo, que contra todo pronóstico le está arrebatando premios clave desde hace meses).
Otro de los motivos que pueden echar para atrás a un público mayoritario es un ritmo lento y pausado, que convierte el mes en el que se centran los preparativos de la votación de la decimotercera enmienda de la constitución americana en una auténtica tortura (al igual que padecieron los personajes en su momento, imagino). Todas las corruptelas y subterfugios que debe buscarse Lincoln para obtener su propósito, contemporizando de manera realmente peligrosa con el final de una guerra que estaba ya cantada del lado confederado, vertebran un relato que alcanza momentos sublimes en cada una de las muchas anécdotas con las que Lincoln jalona las situaciones más tensas.
Para mí, el carácter del personaje central y la respetuosa, cálida y comprometida visión del director hacia el pueblo afroamericano son los dos pilares sobre los que se asienta la calidad de esta película. Es muy difícil no empatizar con el Lincoln que nos brinda Day-Lewis, y todas y cada una de las alusiones e intervenciones por parte de los principales afectados por la enmienda están bien resueltas, aunque quizá con un punto de grandilocuencia (solo un poco, que conste).
Para mí, el carácter del personaje central y la respetuosa, cálida y comprometida visión del director hacia el pueblo afroamericano son los dos pilares sobre los que se asienta la calidad de esta película. Es muy difícil no empatizar con el Lincoln que nos brinda Day-Lewis, y todas y cada una de las alusiones e intervenciones por parte de los principales afectados por la enmienda están bien resueltas, aunque quizá con un punto de grandilocuencia (solo un poco, que conste).
Y es que al margen de alguna que otra concesión de cara a la galería (ay, esa visión; ay, esa llama de la esperanza al final), las inevitables banderas de barras y estrellas ondeando al viento y un final en el que a mí sinceramente me parece que han metido la pata con el asunto del asesinato de Lincoln (por el modo en que lo resuelven, me refiero), lo cierto es que he disfrutado muchísimo de esta película. No se me hizo larga en ningún momento, y disfruté cada diálogo como el que saborea un buen vino. Hacía tiempo que Spielberg no me enganchaba de esta manera, seguramente desde hace más de una década, y bien que celebro que se deje de caballitos y de Tintines animados para dar por fin vida a un proyecto que parecía maldito (Liam Neeson estuvo vinculado al proyecto para interpretar el papel principal durante casi once años, hasta que se hartó de esperar). Doce nominaciones a los Oscars en prácticamente todas las categorías relevantes (película, director, guión adaptado, actor principal, actores secundarios, fotografía, edición, banda sonora...) son uno de los mejores avales de una cinta muy recomendable. Puede que no sea una lección de historia del máximo rigor, y que algún que otro parlamento resulte más rimbombante y solemne de lo que debiera, pero esta cinta puede presumir de que es, al fin, el homenaje sincero y cálido de un director hacia una comunidad que ha sufrido una persecución sistemática durante siglos. Allí donde El color púrpura se trastabillaba, allí donde Amistad naufragaba (y perdón por la broma fácil) en medio de ninguna parte, Lincoln se eleva poderosamente, con fuerza y precisión. Qué gran película.
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