martes, 7 de febrero de 2012

La Edad de Oro


Un buen amigo cumplió el otro día la nada despreciable cifra de 30 años, así que le llamé para felicitarlo, como es mi sana costumbre cada vez que llegan estas fechas, y a pesar de que dicha costumbre incluye también un alegre y sano intercambio de saludos y anécdotas, esta vez la conversación dio un giro que no me esperaba.


Y es que mi amigo estaba en crisis, según me confirmó él mismo con un tono de voz lacónico y apesadumbrado. Una crisis que él asociaba con sentirse en la mitad del camino de la vida, con una conciencia cada vez más clara de lo fugaz que es todo, de lo rápido que se le ha pasado la juventud y, con ella, tantas oportunidades perdidas, desaprovechadas, que ya nunca volverían. Me habló de novias que pudieron haber sido, de carreras que debieron haberse evitado, de viajes y experiencias que ya nunca se podrían hacer con la misma energía y vitalidad de la juventud perdida, de aquellas energías de entonces que se habían trocado en los achaques del ahora...


Reconozco que mi primera reacción fue colgarle inmediatamente o, mejor aún, mandarle a freír espárragos y luego colgarle. Uno llama con toda su buena intención y el mejor de sus ánimos, esperando compartir un par de risas, y va y se encuentra con semejante panorama filosófico-apocalíptico que, sinceramente, a mí me pareció injustificado, dramático y desproporcionado.


Resulta triste comprobar que en esta sociedad en que vivimos haya calado hasta niveles tan enfermizos esa exaltación desaforada de la juventud y la belleza por encima de todos y cada uno de los valores éticos, morales o de comportamiento, que son los que realmente deberían definir a una persona, muy por encima de sus arrugas o sus michelines.

Sin embargo, está claro que aquí solo nos vale lo inmediato, lo fresco y lo novedoso, incluyéndonos a nosotros mismos. Una persona como mi amigo, que acaba de llegar a la plenitud de su vida, que ha terminado al fin su etapa de formación y puede, y debe, tomar las decisiones y emprender las acciones que quiera y se pueda permitir, resulta que va y se deprime porque al no sentirse “joven” se ve automáticamente en el extremo opuesto del espectro, es decir, viejo, obsoleto e inútil.

Tuve que hacer un verdadero esfuerzo por contenerme y, muy al contrario de lo que me pedía el cuerpo, traté de explicarle mi punto de vista de la forma más razonable que me fue posible. Mucho me temo que la infancia y adolescencia del más común de los mortales se reduzca, salvo casos excepcionales, a abrir los ojos al mundo y tratar de acostumbrarse a un cuerpo y un cerebro en constante proceso de transformación. Mucho me temo, continué diciendo, que la tan manida juventud no sea sino una idealizada y sobrevalorada etapa que, para el más común de los mortales, se limite a un ciclo de formación académico, laboral y vital, que está jalonado de experimentos y sinsabores y, que, lógicamente, proporciona también esas experiencias que luego son las que se terminarán idealizando y sobrevalorando. Lamentarse por el inevitable paso del tiempo y obsesionarse con el envejecimiento celular o la caída del pelo resulta penoso porque, paradójicamente, nos roba ese tiempo del que no disfrutamos, esa vida que gastamos en inútiles lamentos que no van a ningún lado o que, en el mejor de los casos, nos dejan tan deprimidos (y deprimentes) como a mi amigo.

Puedo entender, hasta cierto punto, una dosis de nostalgia e incluso una cierta reflexión ante una edad que avanza a un ritmo lento pero constante, y entiendo que uno se pueda dejar llevar (un poco) por el valor simbólico del cambio de década. Ahora, de ahí a que una persona de 30 años se arroje gustosamente a los pesares de una persona de 80, creo que hay tanta distancia como el medio siglo (¡medio siglo!) que los separa.

Qué bonito habría sido, pensé ya cuando finalmente le colgué deseándole una pronta recuperación, que me hubiera contado lo bien que se sentía en su nueva vida, viviendo en su casa con su pareja y con su proyecto de formar una familia; qué lindo, que dirían los argentinos, hubiera sido recordar las muchas veces que nuestra bisoñez nos llevó a meter la pata mil y una veces (y las que nos quedan), o lo plena y satisfactoria que ha sido, en general, una vida acomadada en la que no nos ha faltado de nada.

Pero todo eso, como tantas otras cosas, él parecía no entenderlo o a lo mejor es que lo había olvidado. En cualquier caso, perder la perspectiva y glorificar la Edad de Oro hasta el delirio me parece un notable error que nos impide vivir como es debido las demás edades, tan brillantes o más que esa que dejamos atrás. Y eso sí que es para lamentarse.

No hay comentarios: