domingo, 29 de marzo de 2009

El don.


Siempre me he preguntado por qué aquéllas personas que conocemos en la infancia o primera juventud dejan una huella tan profunda en nosotros, en nuestros comportamientos y actitudes posteriores. No sólo me refiero a padres, monitores o a profesores, sino especialmente a los amigos, a aquéllos con quienes realmente compartimos nuestro tiempo, nuestras dudas y temores ante ese futuro que se abre incierto ante nosotros.

Pensaba en esto por uno de aquellos amigos que pertenecen a mi pasado, al que siempre recordaré entre otras cosas porque, al modo de las estrellas fugaces, su tiempo junto a mí fue tan breve como intenso y brillante. Su nombre no importa demasiado, es uno como tantos y no os dirá nada. Sin embargo, quizá sería mejor hablar de aquello que, más allá de su pelo rubio a tazón, sus michelines que lucía con orgullo o su impecable sonrisa, lo definía realmente: su alegría.

Y es que este amigo era la risa en persona, un festival inagotable de bromas, chistes, diálogos de películas galácticas y carcajadas para enmarcar. No había tarde que con él no se pasara volando, porque tenía la extraordinaria virtud de convertir en felicidad todo cuanto tocaba, y de hacer muy felices a aquéllos que, como yo, tuvimos la suerte de poder caminar un rato a su lado.

El mío apenas duró un verano, pero fue suficiente para que se me quedara grabada su cara de tristeza, antes de mudarse a otra ciudad en compañía de su familia. Fue la única vez que no sonrió, y cuando me di cuenta de que al abrazo de despedida le acompañaban dos gruesas lágrimas, le conté el mejor de mis chistes. Resultó ser tan malo que se rió de puro dolor, pero al menos sirvió para que recuperase parte de ese brillo, aunque sólo fuera el instante antes de decir adiós y perderse, como tantas otras cosas de mi recuerdo, al final de aquel largo verano de la infancia.

Ha pasado tanto tiempo de aquello que resulta absurdo planteárselo, pero creo que si pudiera volver a ver a aquel chico seguramente le contaría el mismo chiste. Fue mi forma de agradecerle el tiempo juntos, por supuesto, pero sobre todo fue mi manera de hacerle ver que su alegría era más que un rasgo de su personalidad, era un don que nadie como él debería permitirse el lujo de ocultar jamás bajo las lágrimas.


No hay comentarios: