Es posible que, como aseveran algunos críticos, el cine de Clint Eastwood esté sobrevalorado. Puede que sus películas no sean tan redondas, bien dirigidas y estructuradas como sus muchos premios afirman, y que repita incansablemente tópicos y lugares comunes sobre los que establece unas reflexiones sin demasiada profundidad. Quizá tengan razón los que tachan a este actor, director y compositor de hacer gala de un conservadurismo rancio e incluso de hacer apología del machismo y la violencia. Desde luego, bodrios como Harry el sucio (y sus cuatro secuelas), o algunos westerns infumables de los setenta no ayudan demasiado, aunque fueran curiosamente los títulos que le otorgaron la fama.
Sin embargo, en los ochenta Eastwood supo reciclarse como pocos actores en un director que, a mi juicio, demuestra una solvencia y un saber hacer que deja en paños menores a muchos de los supuestos geniecillos modernos. Todo empezó con Bird (1988), pasando por Cazador blanco, corazón negro (1990), la magistral Sin perdón (1992) o esa pequeña obra maestra que es Los puentes de Madison (1995). Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997), tan magnífica como olvidada, coronó junto a la excelente Poder absoluto (1997) una década sencillamente prodigiosa.
Desde entonces, Eastwood dirigió algunos títulos menores que alternaba con obras demoledoras, como Mystic River (2003), Million Dollar Baby (2005), quizá la más perfecta de sus creaciones, o la sorprendente Cartas desde Iwo Jima (2007), de una sensibilidad conmovedora y un pulso narrativo ejemplar.
En todas las obras citadas, además de alguna que otra incursión exclusiva como actor, como la magnífica En la línea de tiro (W. Petersen, 1993), Eastwood mostraba una sabiduría y un gusto excepcional a la hora de elegir sus proyectos. No olvidemos que estamos ante películas que se han convertido en referentes de géneros tan dispares como el western contemporáneo, la acción, el drama romántico, el thriller político o el biopic musical, por citar sólo algunos. De todos ellos, sin excepción, Eastwood salió bien parado, y no lo hizo por ser un genio sino por dedicarse a su oficio con convicción, curiosidad y profesionalidad.
Evidentemente, Eastwood es un hombre de su tiempo, que por lo demás tiene todo el derecho del mundo a ser conservador. Más dificultad encuentro a la hora de adjudicarle la exclusiva de una violencia, un machismo y un belicismo inseparables de la sociedad americana de los años 60, 70 y buena parte de los 80. Cualquiera que conozca el cine contemporáneo de este autor verá lo absurdo de tales acusaciones aunque, forzoso es reconocerlo, él mismo contribuyó a cimentar una leyenda de tipo violento, mujeriego y ultraderechista que quizá su magnífica obra como director no haya logrado sepultar, después de todo.
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