Al margen otras consideraciones, el cine de Eastwood me ha impresionado siempre por su solidez, coherencia y factura técnica, tanto en sus películas ambiciosas como en aquellas otras más humildes, como Ejecución inminente (1999), Deuda de sangre (2002) o Un mundo perfecto (1993), y en la que también habría que incluir a la reciente Gran Torino (2008).
La cinta narra los cambios que se producen en un antiguo barrio de clase media americana, donde el anciano Walt Kowalski (Eastwood) sobrevive a la “invasión” inmigrante mientras trata de mantener intactos los valores de la América profunda. La entrada en escena de bandas callejeras juveniles saca a la luz los fantasmas del pasado del protagonista, que participó en la masacre de la Guerra de Corea y que deberá enfrentarse, en el ocaso de su vida, a un nuevo episodio de violencia.
Aunque la crítica ha señalado las conexiones entre Kowalski y Harry el sucio, yo sinceramente no las veo. Tal y como está contada, esta historia tiene muchas más reminiscencias del western (género del que Eastwood podría dar clases de doctorado), y tanto en estructura como personajes recuerda punto por punto a Sin perdón, película que lo consagró a nivel internacional en 1992.
En el fondo, Kowalski es un William Munny moderno, un personaje de vuelta de todo que se ve obligado a revivir un pasado violento del que no puede renegar. El barrio oprimido (pueblo del oeste), con gentes indefensas ante una banda juvenil (los malvados forajidos) y la intervención del justiciero (Kowalski/Munny) que pondrá fin al conflicto constituye una simbología demasiado evidente como para no ser apreciada.
Ahora bien, hay una diferencia fundamental entre ambas películas, que supone una evolución muy significativa en la obra de Eastwood, en su doble vertiente de narrador de historias y de estrella enfrentada a su propia leyenda negra. (Atención, que para desarrollar esta idea desvelaré los desenlaces: absténganse los que no las hayan visto): si bien en Sin perdón su protagonista se liaba al final a tiros hasta con el apuntador, confirmando la maldición de violencia que pesaba sobre él, en Gran Torino la opción es la inteligencia maquillada de violencia, una estratagema para hacer el bien que redime al personaje y lo libera de su carga opresora.
En una interpretación más libre, a mí me pareció que ese final suponía una declaración de intenciones del propio Eastwood respecto de su propio pasado. Puede que Gran Torino no sea una obra maestra, que sus diálogos flojeen y que la historia esté salpicada de esos molestos tópicos de los que hablaba en la entrada anterior, pero desde luego tiene una factura muy buena, un sentido del humor excelente y un desenlace que parece querer redimir a este viejo pistolero que, como si estuviera ya cansado de tanto empuñar armas, se ha limitado en su última película a apuntar con su dedo y disparar únicamente imágenes cargadas de fuerza, sabiduría e inteligencia.
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