domingo, 29 de marzo de 2015

El rostro del Ángel



El silencio rasgaba el eco de la noche profunda en la ciudad. Llegaban, atenuados, los sonidos de la vida nocturna, la memoria del día expirado, la pausa necesaria después de las horas de la luz y de la acción. Y yo, ajeno a todo y a todos, contemplaba atentamente el rostro del Ángel, que descansaba a mi lado envuelto en un halo de ensoñación y misterio.

Algunas horas antes, caminaba por la calle rodeado de personas sin rostro y sin corazón. No recordaba el tiempo que llevaba allí, pero hacía calor y tenía la garganta seca. El sol azotaba el perfil del asfalto, derretía el caucho y hacía crepitar los cristales de los edificios, donde otras personas sin rostro ni corazón daban fin a sus jornadas y observaban en silencio la escena. Bajé la mirada y ante mí tenía la estación, el humo y la gente, el reloj y el paso presto.

Un hombre con rostro y corazón bailaba para los demás, entonaba versos alegres y adornaba con su voz crepuscular la sonrisa erosionada de su relato. Me detuve a pocos metros de él. Llevaba un gorro azul, como de duende salido de una leyenda, y en sus ojos brillaba un arcano alimentado por la misma bebida que sostenía en su mano derecha. La gente a su alrededor lo ignoraba o esquivaba sin demasiado disimulo en su camino a la estación, el reloj y el paso presto, y el hombre suplicaba su atención, saltaba junto a ellos y hacía cabriolas con tan poca fortuna como sus bromas.

De pronto el duende se fijó en mí, clavó unas pupilas verdes como esmeraldas en mis ojos y sonrió como si acabara de reconocer a un antiguo amigo al que hacía años que no veía. Dio un salto hasta plantarse a escasos centímetros de mi rostro y solo hizo una pregunta, para después salir de nuevo en busca de nuevos mecenas para su viejo arte.

Tampoco yo sabía por qué estaba allí. Hacía calor y tenía la garganta seca. Sentía el corazón latir cada vez más despacio, como si cada latido resonara en el eco de alguna cueva lejana donde el sonido tenía pereza por llegar. Fue entonces cuando lo vi. Las personas sin rostro que se cruzaban entre sí lo dejaban ver a intervalos cortos, ahí de pie, serio, grave y hermoso como una escultura que el tiempo hubiera conservado en su gloria. 

El cabello caía a un lado de su rostro, negro y radiante como una noche de luna llena, la misma que brillaba en sus ojos oscuros, en ese mirar de simetría renacentista que me derretía y examinaba, que me alejaba y acercaba al mismo tiempo, mientras sus labios permanecían sellados por el beso de un tiempo remoto. Vestía de manera sencilla, como uno más de aquellas personas sin rostro ni corazón, pero a diferencia de ellos él poseía ambos, podía escuchar cómo latía su pecho incluso a aquella distancia que nos separaba, del mismo modo que podía sentir la frescura de aquella mirada que había hecho que el calor, la garganta y el reloj desaparecieran por completo.

Me acerqué, con los latidos lejanos de la cueva palpitando en mi interior por el miedo y la emoción, y sin pronunciar palabra comenzamos a caminar juntos. Nadie nos veía. No éramos nadie. El Ángel me mostraba ahora su perfil, alzaba la vista para señalar con ella su pasado escrito en aquella fachada derruida, en aquel colegio que le vio crecer, en aquel recuerdo en forma de transeúnte que no lo reconocía al pasar junto a nosotros. Yo escuchaba con total atención, hipnotizado. Su voz no nacía de sus labios pero me llegaba como un rumor de fuentes de plata, llenaba cada rincón de mi ser de una profunda ternura, del trémulo candor de la hoguera recién encendida. Y cada recuerdo suyo, cada memoria compartida pasaba a formar parte también de mi memoria, se instalaba allí impulsada por su voz y acunaba mis oídos con su eco latente.

Sentados uno frente al otro, seguí escuchando hablar al Ángel. Su historia era de una profunda e infinita tristeza, pero estaba contada con tanta dulzura que mis oídos entraban en pugna con mi mente acerca de si debía llorar o reír con ella. No podía entender cómo tanto sufrimiento podía encontrar una canalización tan hermosa, cómo podía haber tanta fortaleza en aquella mirada, tanta serenidad, tanto convencimiento en un futuro mejor. Mi admiración crecía conforme pasaban las horas y volaba la tarde y la noche descendía sobre nosotros, conforme las luces de la ciudad nacían del suelo al firmamento y no al revés, y aquel relato se prolongó hasta que solo quedó su recuerdo en mi mente, en aquella misma habitación en la que ya descansaba a la espera de un nuevo día, de la luz y de la acción.

Giré entonces la cabeza hacia el otro lado de la cama, ya con la memoria del día expirado, y allí estaba de nuevo aquel rostro. Dormía profundamente. Su mano estaba tan cerca de la mía que casi podía soñar con rozarla, con alcanzar esa perfección que se había dibujado ante mí horas antes. Deseaba poder llegar al corazón de aquel rostro, consolarlo y tratar de compensarle por todo el sufrimiento vivido, pero todo lo que podía hacer era contemplarlo en silencio.

No recuerdo cuándo me dormí. Solo sé que al despertar ya no estaba, aunque dejó un rastro de luna llena en la misma almohada que había alojado su rostro. Y ese rastro brillaba, con una fuerza solo comparable a la de su creador, y alimentó una sonrisa que hizo que el sonido dejara de ser perezoso en la cueva lejana.

Entonces me levanté, y comencé una nueva vida.


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