sábado, 21 de junio de 2014

La autoescuela de la vida



Hoy se cumplen diez años de aquella mañana. Diez años desde que encendí el motor y se me caló el coche, la primera vez desde que estaba aprendiendo a conducir y tuvo que ocurrirme justo entonces. Pese a todo, traté de no perder los nervios y comencé a circular por el centro de exámenes de la DGT hasta acceder a las inmediaciones de Móstoles.

Odiaba aquel lugar. No era nada personal, simplemente es que lo asociaba con aquellos momentos de tensión, como no había tenido ni tuve luego jamás, toda vez que me ponía al volante y escuchaba a mi espalda las primeras instrucciones del examinador (cuya voz siempre me sonaba siniestra, fría e inhumana, lógicamente). Odiaba aquel lugar, odiaba el tráfico, sus glorietas, incluso comencé a tomarle manía a aquellas personas que se me cruzaban en mi camino como si más que gente llevando su vida normal, fueran figurantes en una extraña y surrealista representación orquestada por esa siniestra organización llamada DGT.

Aprender a conducir, especialmente para gente nerviosa como el que esto escribe, resulta una tarea titánica. Es una destreza que requiere una gran concentración, estar pendiente de decenas de factores al mismo tiempo (cruces, retrovisores, posición de vehículos, peatones, líneas de carretera, señales, semáforos, luces, gasolina, indicadores de aceite, palanca de cambios, velocidad...). Sobre todo al principio, es algo que puede llegar a desbordar.

Recuerdo las sesiones de preparación de la parte práctica con auténtico sufrimiento. La tensión se me desviaba a los brazos y las piernas, de modo que cuando salía del coche tras cada clase estaba agarrotado por completo. Mi profesor solía decir, quizá porque me veía hecho un manojo de nervios, que en el fondo terminaría por disfrutar de aquello, que conducir se convertiría con el tiempo en una actividad relajante en la que llegaría a refugiarme y con la que me olvidaría de mis problemas. Yo miraba de reojo a aquel hombre como si estuviera totalmente fuera de juicio, pensando que ni en un millón de años lograría serenarme lo suficiente como para llegar siquiera a disfrutar un poco del trayecto.

Recuerdo bien la frustración posterior a cada suspenso, a cada error de bulto que hacía que la voz siniestra y fría (en mi memoria condicionada, insisto), me dijera que no estaba siquiera cualificado para continuar conduciendo o para llevar el coche de vuelta a la base de operaciones. Cada fracaso al volante fue pesando más y más, hasta aquel día en que se me caló el coche por primera vez.

Móstoles es un lugar extraño. No tiene una homogeneidad que te haga poder predecir ciertos tramos de ningún recorrido. Es todo anárquico, irregular, y aparentemente caprichoso en su señalización. Mucha gente tiene auténticos problemas para aparcar el coche; yo lo tenía entonces con la orientación. Y desde luego, la situación del examen no ayuda; hay todo tipo de estrategias para hacer que el conductor acumule fallos leves hasta el suspenso automático, partiendo de órdenes aparentemente sencillas como "cuando sea posible, gire a la derecha" en zonas donde hay dos y hasta tres calles con sentido prohibido en esa misma dirección. Cuando uno tiene la soltura de la práctica que dan los años, no hay mayor problema; cuando tiene apenas semanas de entrenamiento, es otro asunto bien diferente.

Sin embargo, aquel día el examinador debió compadecerse de mí y de mi compañera de penurias (una chica que tenía una afonía que la hacía parecer una simbiosis entre Darth Vader y el Padrino, nada menos). No nos hizo aparcar, nos llevó por una ruta bastante sencilla y para cuando quisimos darnos cuenta ya estábamos aprobados. Y entonces, cuando pensaba que ya había terminado lo peor, nos bajamos del coche y mi profesor, aquel que había padecido conmigo lo que no está escrito y más, me soltó:

- Bueno, y ahora que ya tienes el carnet, a aprender a conducir de verdad, ¿eh?

Supongo que tardé más tiempo del debido en asimilar toda la sabiduría de aquel exabrupto, seguramente porque estaba igual de agarrotado o más que en mis sesiones prácticas. Lo que supongo que quiso decir aquel extraño maestro de volantes que tuve, y del que guardo un excelente recuerdo, es que a partir de entonces ya no habría nadie a mi lado para advertirme, aconsejarme, tranquilizarme o ayudarme a orientar por lugares desconocidos. (Sí, sé que existe el GPS, pero no es lo mismo). Es decir, que del mismo modo que cuando uno abandona el sistema educativo y entonces está preparado para ingresar en la escuela de la vida, algo así les sucede a los conductores no bien obtienen el codiciado permiso de conducir.

Y en esa autoescuela de la vida que llevo viviendo desde entonces me ha pasado de todo (nada que terminara en siniestro total, por fortuna). He viajado por media España, he conducido todos los posibles vehículos que me permite mi licencia y he visto lugares fabulosos. Pero lo mejor de todo es que, tal y como me vaticinó mi maestro, he llegado a disfrutar de lo lindo del placer de conducir. Ahora mismo es una de mis mayores fuentes de tranquilidad, por paradójico que resulte, y no hay tensión o estrés laboral que no curen diez o quince minutos de volante y música tranquila. Quién me lo iba a decir a mí hace diez años.





1 comentario:

LaPingu dijo...

Te entiendo muy bien, yo cumplí los diez años hace un mes, y fue todo un via crucis conseguir el carnet, pero al final no hay nada como disfrutar también del camino y no solo del destino del viaje :D

felicidades y a por otros diez!!!

pd: qué rara se siente mi cartera sin la sábana rosa ;)