lunes, 30 de septiembre de 2013

El fin de todas las cosas (parte 2)


Cuando vi el primer episodio de Breaking Bad, con aquella dosis de humor e ingenuidad inicial, era incapaz de imaginar las dimensiones que terminaría alcanzando esta serie. Lo que comenzó como una curiosidad, esa historia de un profesor de secundaria que decidía montarse un laboratorio chapucero en una caravana en pleno desierto, con un alumno fracasado como único asistente, ha terminado convirtiéndose en una de las historias más apasionantes que he visto acerca de la naturaleza del ser humano, la esencia de la maldad y el modo en que esta corrompe y devora hasta la más noble de las intenciones. Esta maravilla de Vince Gilligan ha ido capítulo a capítulo, temporada a temporada cimentando una fama que ya es a día de hoy merecedora de la categoría de culto, con una última temporada perfecta que cierra todas y cada una de las tramas del único modo en que estas podían y debían terminar. Todo un espejo en el que el resto de series debería mirarse, por su propio bien.

Hubo un tiempo en que no todo el mundo se rendía a las bondades de esta serie, sin embargo. Algunos llegaron a tacharla de aburrida por su ritmo narrativo, sus diálogos aparentemente inanes y por unos personajes que solo apuntaban maneras. Nada más lejos de la realidad. Desde el principio, la tensión narrativa ha estado siempre por las nubes, con situaciones de vida o muerte en prácticamente todas las temporadas, todas ellas llevadas con absoluta maestría por un grupo de guionistas y artesanos del medio realmente excepcional, a los que un elenco de actores en estado de gracia daba continuidad en la pequeña pantalla con el inconmensurable Bryan Cranston como buque insignia.

A lo largo de sus cinco temporadas (seis en realidad, si tenemos en cuenta la separación en bloques de la última), el dúo formado por el profesor White y su estudiante Jesse (Aaron Paul) ha ido escalando en el negocio de la metanfetamina, enfrentándose a sujetos de toda clase y condición, entre los que destaca con personalidad propia Gus Fringe (Giancarlo Esposito). La complejidad de las tramas, las múltiples interrelaciones entre personajes y el modo en que estos, ya sea en la esfera familiar o criminal, son influidos directamente por las acciones de Walter White resultan tan coherentes como creíbles, tan impactantes como emotivas, tan intensas como catárticas. Ningún personaje evoluciona por capricho o arbitrariedad del guionista, ningún personaje aparece de repente y luego termina por no aportar nada: hasta el más insignificante de los secundarios tiene un rol que desempeñar aquí, una senda que recorrer hasta su inevitable final. Todo en Breaking Bad, desde el título de cada capítulo, los impagables prólogos o hasta la más mínima secuencia está medido en báscula, pesado al miligramo y cocinado debidamente, para dar la versión más pura de un producto que provoca adicción por su calidad, su sabor intenso y ese regusto entre dulce y amargo que deja tras cada dosis.

En una serie así es difícil quedarse con un solo personaje, ya que todos aportan mucho y muy bueno a la historia. La mayor parte suele escoger a Saul Goodman (Bob Odenkirk), por el modo en que aporta sentido del humor a una historia que, en el fondo, no tiene ninguna gracia; otros se quedan con Jesse y su registro coloquial cargado de "bitches"; hay quien prefiere la sofisticación de Gus Fringe o de su segundo al mando, Mike (Jonathan Banks). Yo, sin embargo, prefiero quedarme con el protagonista, por ese modo que tiene Walter de que nos importe lo que le pasa, de que empaticemos con él hasta extremos que jamás creímos posibles, por ese modo en que resuelve hasta la más compleja de las situaciones con esa mezcla de inteligencia, habilidad y maldita suerte. Creo que jamás he sufrido tanto al lado de un personaje, jamás me he sentido tan aliviado cuando resolvía un conflicto y, por supuesto, jamás me ha parecido más justo, adecuado y perfecto (en el sentido latino original, de acabado, resuelto) un desenlace como el suyo y el que propicia para todos aquellos que le rodean. El último capítulo de esta serie debería ser alabado como uno de los finales más redondos, completos y sin espacio para la autocomplacencia o el homenaje que se han producido jamás. 

Lo mejor de todo ha sido ver, sin embargo, que el recorrido tenía un trayecto definido, que todas las ramificaciones argumentales tenían un sentido que ha ido encajando, pieza a pieza, conforme se avanzaba al final. Resulta tan gratificante ver el modo en que cada personaje recibe exactamente lo que merece, ya sea por justicia poética o por la propia lógica interna de la historia, que no puedo sino reconocer la maestría de sus artífices y recomendar esta serie absolutamente a todo aquel (mayor de edad) que quiera dar un salto de calidad en sus hábitos de ocio televisivo. Ahora mismo no creo que haya nada mejor que esto.

Y es que, a diferencia de otras grandes series con finales polémicos, Breaking Bad ha sabido hacer del recorrido entero, del principio al fin, un auténtico festival de emociones, un placer inigualable. Ver los títulos finales me provocó una sensación realmente encontrada, de tristeza por haber cerrado este enorme libro visual sobre la miseria humana, pero al mismo tiempo de alegría y satisfacción porque, una vez llegado el fin de todas las cosas, cada una de ellas está como le corresponde, en su lugar exacto, preciso y necesario. Qué serie tan fabulosa.



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