martes, 17 de septiembre de 2013

Errante lejos de su tierra



De todas las historias que nos ha legado la mitología clásica, de todas las aventuras que sus grandes héroes hubieron de superar para alcanzar su particular olimpo de la fama, ninguna hay como la del viajero errante lejos de su tierra, Odiseo o Ulises, el mismo capitán Nadie que renunció a su identidad para ver la luz de un nuevo día y surcar de nuevo el horizonte de sal para ver de nuevo su amada tierra y a su amada esposa.

Consciente de ello, y de la importancia de La Odisea como canto a la libertad, a la fraternidad y a la idea del viaje como búsqueda de uno mismo, ese magnífico actor llamado el Brujo ha organizado un espectacular monólogo que combina con gran acierto el humor, la poesía, la reflexión sobre los clásicos y su vigencia contemporánea, sin olvidar señas de identidad marca de la casa como es su peculiar histrionismo, su tendencia a la parodia descarnada y esa magnífica, sensacional, vinculación mágica que establece con el público y que es la que justifica, en último término, ese apodo que le viene como anillo al dedo.

Evidentemente, todo aquel que se sitúa frente a este monstruo de la interpretación debe saber muy bien a lo que va, o de lo contrario puede llevarse alguna que otra sorpresa. La primera vez que tuve la suerte de verlo actuar fue en un montaje excelente de El avaro, donde interpretaba con una soltura y un desparpajo que no había visto jamás a un personaje tan repugnante como entrañable en sus manos. Luego, ya convertido en un auténtico fan, he podido verlo interpretar a Lázaro de Tormes, a un gaditano fracasado en El Testigo y a todo el repertorio barroco en Pícaros y Místicos. En todas ellas disfruté como un auténtico enano con la calidad de su voz, con su presencia escénica, con su excelente puesta en escena y su maravillosa forma de envolver al espectador con su retórica, siempre precisa, siempre tan espontánea al oído como trabajada y aprendida al milímetro en el ensayo.

En La Odisea, el Brujo se pone en la piel de un aedo, un equivalente del juglar medieval que se dedicaba a reproducir los versos homéricos. El problema es que, en manos de este hombre, su aedo es capaz de imitar al rey Juan Carlos, a Rajoy o a quien se ponga por delante con tal de llevarse a su terreno a un público entregado y cómplice desde el primer al último minuto. La habilidad con la que el Brujo va hilando los temas esenciales de la obra clásica con aspectos de la actualidad más rabiosa, con una crítica al teatro de vanguardia, a la crítica y a los torpes manejos del poder por controlar el teatro es algo absolutamente genial. Su magisterio se prolonga, apoyado en mínimos elementos escénicos y musicales, cada vez que retoma el hilo homérico y recita versos del gran poeta o revive escenas claves y pasajes a los que él ha encontrado una especial significación.

El hechizo del Brujo es poderoso, intenso en sus miradas, hilarante con sus bromas e impactante cuando el drama se apodera de la escena. Nunca se olvida el humor, desde la más sutil de las ironías a la escatología más evidente, y sin embargo siempre bien traída, siempre pertinente. Todo parece formar parte de una charla improvisada entre amigos, desde la subida del IVA a los chakras que nos revela el deporte rey, todo se desarrolla con una naturalidad aplastante, y sin embargo, los que le hemos visto más de una vez representar la misma obra sabemos de sobra que de improvisación nada, que a lo sumo alguna morcilla olímpica aquí y otra de relaxing cup of café con leche allá que se habrán añadido a última hora, pero el resto forma parte de una estrategia milimétrica, calculada con tanto mimo como oficio, y que en los tiempos que corren constituye un oasis en la escena teatral de este país. Háganme el favor y no se la pierdan, porque actores como estos quedan ya muy pocos.

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