lunes, 7 de enero de 2013

Elogio de la cortesía



Ahora que ya han terminado estos tiempos donde la felicidad se nos impone porque sí, me asaltan tres recuerdos con el muérdago como testigo que no puedo dejar de referir en este cuaderno de bitácora, por el siniestro y nada navideño hilo conductor que los une. El primero de ellos tuvo lugar a la salida de un centro comercial, donde una de esas personas que se dedican a apoyar a los más desfavorecidos del tercer mundo me mandó literalmente "a la mierda" por "ser mala persona"al no haberme dejado poner una pegatina de no sé qué organización en el pecho y haber donado el euro correspondiente a su causa. Me quedé alucinado mirando a aquella señora que, ni corta ni perezosa, me acusó a voz en grito de que el mundo era una porquería porque gente como yo poblaba sus calles, gente sin conciencia ni corazón alguno, y que no tardaría en arder en los infiernos apenas hubiera puesto un pie en el otro barrio, algo que es evidente ella deseaba fervientemente.

Poco después, acudí a uno de esos establecimientos de mi localidad donde, como es sabido por todos y yo debería haber recordado antes de entrar, las tiendas nunca fueron concebidas para vender nada en ellas, sino para albergar a vendedores de rostro de esfinge y modos de porquero que parece que disfrutan más con una tienda vacía que con el sonido de la caja registradora. Entré allí con la sana intención de comprar unas zapatillas deportivas y de pronto me di cuenta de que tenía no a uno, sino a dos vendedores siguiendo mi rastro como si más que un cliente fuera un ladrón a punto de robar algo pistola en mano. Oteé el horizonte de la tienda y descubrí, sin ninguna sorpresa, que era el único y afortunado cliente de la tienda en aquel momento, lo cual daba plena potestad a mis captores para seguir mi rastro. El primero no tardó ni dos segundos en inquirir, con inigualable dulzura, el motivo de mi presencia allí. El segundo, que superaba en amabilidad a su compañero tanto como en belleza, me espetó que no sabía si tendrían zapatillas de mi talla, lo cual me hizo suponer que un 41 debe ser una marca casi desconocida en un terreno que sin duda ambos dominaban, algo que en cualquier caso ellos desconocían al no haberme siquiera preguntado por mi número de calzado, y que evidentemente tomé como una sutil invitación a largarme de allí. 

Al día siguiente, me disponía a salir de un edificio cuando me di cuenta de que otra persona iba a hacer lo mismo al mismo tiempo. Rápidamente di un paso atrás y abrí la puerta para dejar paso, sin haberme fijado siquiera en quién era el que tenía a mi lado. Resultó ser una chica joven que, después de mirarme con un asco infinito, me soltó algo así como: "¿Qué pasa, machista de los cojones, que crees que no puedo abrirme la puerta yo solita o qué?". Como es natural, sin dedicar un solo segundo a participar en tan miserable diálogo me abrí la puerta yo mismo y salí de allí como un torero mientras maldecía mi buena estrella navideña y corría a encerrarme hasta que pasara la tormenta.

Es muy posible que en estos tiempos que nos ha tocado vivir nuestras preocupaciones estén fijadas en una serie de aspectos de la realidad cada vez más acuciantes, como la economía, la hipoteca o los libros de los niños, y se nos estén olvidando una serie de principios básicos que, dicen los más antiguos y quizá con razón, en otro tiempo sí importaban y sí eran la norma común. Es muy posible, también, que yo mismo me esté convirtiendo en uno de esos antiguos que recuerdan ciertos usos y ciertas formas que mucho me temo forman parte de un remoto pasado que no volverá, y que sin embargo creo firmemente que deberían regir las conductas de ayer, hoy y mañana.

Yo recuerdo una época en que la gente que te paraba por la calle lo hacía con la intención de convencerte de que el mundo necesitaba tu ayuda, no tu extinción; recuerdo un tiempo en que entrar en una tienda y encontrar un ambiente agradable donde poder hablar de tú a tú a un vendedor era posible, bien lejos de sentirte un conejo en tierra de lobos; recuerdo una época en la que abrir la puerta a un desconocido, al margen de su sexo o nacionalidad, era un gesto de cortesía y buena educación que es evidente ahora se confunde y se malinterpreta como tantas otras cosas en la actualidad. Qué frecuente se me hace, y con qué rabia vivo esa malsana costumbre, que la gente que te cruzas por el pasillo o el ascensor de tu portal finja no conocerte y no te salude o, como mucho, te gruña; qué habituado estoy ya a que nadie dé las gracias por nada, como si todo se nos tuviera que dar como un derecho inalienable; qué triste, en definitiva, que todo ese conjunto de pequeños detalles sociales que hacen de la vida un lugar más agradable se hayan torcido tanto y sean reemplazadas por el insulto a la menor ocasión, por la mirada de desprecio y por esa distancia que nos aleja más que cualquier diferencia socioeconómica.

Todo ello no quita, no obstante, para que yo siga interpretando el papel que creo que me corresponde, y que trate de inculcar justo lo contrario de ese distanciamiento en mi entorno, en mis clases y allí donde tenga alcance y ocasión para ello. Y es que no hay mayor elogio de la cortesía, en definitiva, ni mayor homenaje posible que ponerla en práctica día a día.


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