Tenía pensado hacer hoy un análisis de la película Her, de Spike Jonze, pero me ha parecido más interesante destacar uno de sus elementos que la cinta en sí, que me aburrió como hacía mucho tiempo que no me pasaba en el cine. La historia cuenta las andanzas de un excéntrico habitante occidental de Shangai (Joaquim Phoenix, tan bien como siempre), que un día descubre que está comenzando a sentir algo más que cariño por un sistema operativo que le acompaña a todas partes con la sensual voz de Scarlett Johansson.
Si la película destaca, además de por su impactante diseño y fotografía, es por apuntar con el dedo acusador uno de los males endémicos del mundo altamente tecnologizado en que vivimos hoy en día. Ya no queda prácticamente nadie por aquí sin un teléfono móvil, sin conexión a Internet o sin estar metido en decenas de redes sociales, perfiles laborales interconectados, etc. En un posible futuro, la película de Jonze plantea la lógica evolución de los ordenadores, las videoconsolas y los sistemas informáticos hasta un punto en que las barreras emocionales humanas llegan a confundirse y se vuelven borrosas e inquietantes. Sin embargo, y por mucho que pueda sonar algo exagerado, no creo que estemos tan lejos de ello.
En el trabajo que realizo cada día presencio una cantidad cada vez mayor de personas adictas a los teléfonos móviles. Es muy curioso que en un lugar como un centro de enseñanza, donde hay conviviendo literalmente cientos de personas, el momento del recreo sea un continuo ir y venir de chicos y chicas concentrados solo en una pequeña pantalla cuyos dedos teclean con furiosa rapidez: chats de conversaciones, grupos de amigos, intercambio de fotos, vídeos, chistes y aplicaciones... cualquier excusa es válida para entrar en ese espacio digital en que somos solo esa fotografía de perfil tan apropiada o ese apodo tan ingenioso que disfraza todo lo que no queremos que los demás vean. Y mientras tanto, a su alrededor, se escapan literalmente cientos de oportunidades para entablar conversaciones, amistades o quién sabe qué más con aquellos que les rodean, y que seguramente andan tan ocupados o más que ellos en sus propios microcosmos electrónicos.
El mundo se mueve muy deprisa, y como decían en aquella vieja película, "nadie se quiere quedar atrás". Ahora mismo, que uno de esos chicos no forme parte de estas costumbres es, literalmente, una marcianada. Resulta impensable no tener whatsapp, no manejar con soltura los chats de Tuenti o poseer un perfil de Facebook que cualquiera con un poco de habilidad puede ojear a su gusto y voluntad. Muchos de mis alumnos me han reconocido que llegan a estar conectados durante más de seis horas al día, si no más, alumnos cuyos teléfonos y ordenadores han sustituido al anterior monstruo devorador de tiempo, una televisión que ve cómo su fuerza va perdiendo enteros día a día, dejando paso en su lugar a estas más modernas, más atractivas, más absorbentes, fuerzas de ocio digital.
Esto, lógicamente, crea hábitos que pueden llegar a ser nocivos y tienen consecuencias. Una alumna a la que robaron su teléfono sufrió un ataque de ansiedad, seguramente porque contenía material que no deseaba que nadie conociera, pero también porque aquellas horas que tuvo que permanecer "desconectada" fueron para ella un auténtico suplicio. He llegado a ver grupos de gente supuestamente reunida que, formando un círculo o corro, no intercambiaba una sola palabra porque cada uno estaba entablando conexiones con otros lugares, con páginas webs, quizá con otras personas: un total despropósito.
Y es que, curiosamente, lo que se supone que debería servir para comunicarnos, esta nueva tecnología, está encontrando una paradoja antológica en que cada vez más las conversaciones con amigos o conocidos se ven salpicadas por la mala educación constante de ver cómo el otro saca el móvil para teclear rápidamente, casi de manera furtiva en el mejor de los casos o, de forma más descarada en el peor, destrozando con ello cualquier posibilidad de que nuestro diálogo pueda seguir por cauces normales: llamadas, mensajes, imágenes... El bombardeo es constante, la interrupción es constante, y con ello la falta de atención, la absoluta imposibilidad de mantener a estas personas o a mis alumnos centrados en temas que, si ya de por sí les suelen parecer poco relevantes, si se añade a la mezcla esta bomba de entretenimiento de apenas diez centímetros, verá condenados al fracaso cualquiera de nuestros esfuerzos por comunicarnos.
Seguro que soy un carca reaccionario por pensar así, pero siento una profunda lástima por cómo está derivando toda esta situación, por todo lo que estamos perdiendo de contacto humano físico, real, de sentir la palabra y la presencia del otro frente a nosotros, ese contacto que nos devuelve a nuestras esencias más básicas, como muestra de manera excelente el último plano de Her, donde los dos protagonistas contemplan un amanecer mientras ella apoya su cabeza en el hombro de él. Ese tipo de vínculo que nos hace humanos es algo que ninguna máquina, por compleja o sofisticada que sea, podrá igualar jamás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario