viernes, 21 de febrero de 2014

La serie del mes (12): House of Cards


Frank Underwood (Kevin Spacey) está furioso. Muy furioso. Sus aspiraciones políticas son cercenadas justo cuando está a punto de tomar posesión el nuevo presidente del gobierno, al que él ha logrado hacer llegar al máximo puesto de poder político del mundo a base de un talento depredador y una crueldad implacable con sus amigos y enemigos en el congreso norteamericano. Underwood quiere venganza. Y la va a tener.

La cadena americana Netflix asumió un riesgo muy grande, a pesar de los grandes nombres implicados en la última genialidad de David Fincher para la televisión. Se trataba de un acuerdo por dos temporadas completas, de 13 episodios cada una, que se emitirían del tirón en sesión única por temporada, y donde se narraría el ascenso imparable de un auténtico tiburón de la política, papel que interpretaría un Spacey en estado de gracia. Frank Underwood es un personaje con infinitas posibilidades, dotado de un sentido del humor ácido y una ironía corrosiva que puebla cada línea de unos diálogos que Spacey borda con su habitual maestría, y que sostiene toda la función con su carisma por bandera y su enorme, inmenso talento interpretativo como arma infalible. A su lado, en el papel de fiel esposa y confidente, se encuentra siempre Robin Wright, que lleva meses recogiendo premios para llenar un almacén por su interpretación de Claire Underwood, llena de matices, gestos y un lenguaje de miradas del que, sinceramente, yo no pensaba que esta actriz fuera capaz. Y detrás de ambos cabezas de cartel hay todo un ejército de secundarios impagables, muy bien en sus puestos de combate y con un único objetivo: retratar la política americana como nunca hasta ahora se había hecho.

Puede que House of Cards ("castillo de naipes", en la traducción al castellano) llegue a veces un poco lejos, o quizá demasiado, en su crítica a un sistema corrompido de los pies a la cabeza, prensa incluida, y que permite y alienta que gente sin escrúpulos se alce con el poder pero, ¿saben qué? Estamos ya demasiado cansados de que la realidad supere la ficción como para no tomarnos la ficción en serio, de modo que al diablo con la verosimilitud. A mí esta serie, que me atrapó desde su primer capítulo y me sigue teniendo totalmente enganchado, ahora que estoy devorando la segunda temporada, me parece una de las cosas más memorables que ha hecho la televisión americana en décadas. Ya no es solo que los actores estén todos perfectos en sus papeles y que cada ruptura de la cuarta pared de Spacey me ponga los pelos de punta, con esa complicidad que despierta un personaje que uno no sabe bien si adorar o repudiar hasta el infinito. Ya no es que cada capítulo sea un monumento al montaje y a la tensión narrativas, o que asistamos a lecciones de filmación día sí, día también. Es que esta serie es condenadamente entretenida.

Es evidente que una serie de estas características basa su fuerza en los diálogos, en el duelo actoral y en el pulso de planos y contraplanos. House of Cards es, en ese sentido, tan implacable como sus protagonistas. El tono frío y aséptico de muchos episodios es un fiel reflejo del alma sin escrúpulos de unos personajes que manipulan, conspiran y engañan hasta la saciedad con el único objetivo de ascender o mantenerse en el poder, haciendo cabriolas de auténtico malabarista para conseguirlo. Si la primera temporada nos ofrecía algunos diálogos memorables y secuencias de auténtico infarto, tenía espacio también para el retrato íntimo de unos personajes que crecen con fuerza en capítulos determinados, como aquel en el que Underwood es reconocido por su antigua escuela militar y se descubre, casi sin quererlo, un pasado amoroso del que jamás hubiéramos podido sospechar nada, y que los actores implicados resuelven con un oficio y un talento sobrecogedor.  En cuanto a la segunda temporada, que acaba de estrenarse, da más espacio para que Robin Wright siga explotando un personaje tan complejo o más que el de su esposo, y que tiene en el episodio de la entrevista su auténtica cima, quizá el más perfecto ejercicio de destripe político, humano y social que ha hecho la serie, y eso es decir mucho. 

Al margen de cualquier otra consideración, creo que House of Cards se merece la oportunidad de que el espectador se acerque a ella despacio, que le dé tiempo a respirar con un ritmo aparentemente pausado y que, igual que me sucedió a mí sin apenas darme cuenta, se deje atrapar por sus muchas virtudes. No es nada habitual ver series de esta calidad, tan a la altura de las mejores películas del género, y con la que únicamente barbaridades como Sherlock pueden competir en condiciones de no salir muy mal parada. El resto se encuentra, me temo, a una distancia sideral.



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