viernes, 28 de febrero de 2014

La abadía del crimen



Cuando Umberto Eco publicó El nombre de la rosa (1980), uno de sus mayores temores era que el público se tomara la novela como una historia de crímenes en una abadía misteriosa. Es cierto que una de las tramas giraba en torno a la resolución de unos asesinatos cometidos en dicha abadía, pero estaba diluida en medio de un estudio realmente documentado sobre retórica y semiótica medieval y eclesiástica, así como de los medios para combatir las herejías y los peligros de que la cultura saliera de sus reductos tradicionales, temas en los que Eco era un absoluto experto en la materia.

Esta trama poliédrica servía de pretexto para que desfilaran por la obra decenas de personajes complejos, profundos y excelentemente desarrollados, y estaba protagonizada por el sabio y astuto Guillermo de Baskerville, asistido siempre por su joven novicio Adso de Melk. Las referencias a Sherlock Holmes son más que evidentes, algo que el propio Eco reconoció desde el principio. Ambos personajes acuden a una abadía italiana en 1327 llamados por el abad, quien está preocupado de que los crímenes pongan en peligro una reunión papal que trata de dirimir el espinoso debate de la pobreza de Cristo, asunto en que los franciscanos y benedictinos, entre otras muchas órdenes, andaban planteándose por aquellas fechas con denodado interés.

El éxito de la novela fue espectacular, convirtiendo el libro en un best-seller y a Eco en un improbable autor comercial, algo que el tiempo se encargaría posteriormente de poner en su correcto lugar. La obra entusiasmó a propios y extraños por su extraña conjunción de textos y paratextos, ese fundamento de la literatura postmoderna donde los límites del plagio y el homenaje se confunden con tanta facilidad. En sus "apostillas", que sirven como prólogo de sus últimas ediciones, Eco confiesa que hay párrafos enteros sacados de textos medievales, especialmente en aquellos en los que Adso se plantea los pecados de la lujuria en pleno debate interno, pero no solo. Una novela, en cualquier caso, que a pesar de sus constantes digresiones sobre sus muchos focos de interés temático, logra atrapar al lector por la poderosa fuerza de sus imágenes y la extraordinaria capacidad de Eco para seducir con el arte de la palabra.

La adaptación cinematográfica era cuestión de tiempo, como así ocurrió. La productora alemana Constantin Film se hizo con los derechos del libro en 1981 y comenzó a buscar director y equipo artístico, hasta que finalmente se decantaron por Jean Jacques Annaud (En busca del fuego, El oso). Más de cuatro años llevó al equipo a encontrar el reparto adecuado, con graves problemas para dar con un Guillermo de Baskerville de garantías. El papel fue finalmente para Sean Connery, por aquel entonces con una carrera en caída libre, a pesar de las reticencias de un Eco que adoraba al personaje de James Bond y que, precisamente por ello, jamás habría imaginado asociación alguna entre Connery y Guillermo. El entonces afamado Frank Murray Abraham, el inmortal Salieri de Amadeus, fue escogido para interpretar a la némesis de Guillermo, el inquisidor Bernardo Gui. El resto del casting lo completaron un nutrido grupo de actores europeos solventes y poco conocidos, que por su extraño físico se adaptaban perfectamente a sus papeles de monjes recluidos en la abadía en pleno feudalismo, y a los que en último lugar se unió Christian Slater como el joven Adso. Valentina Vargas, inspiradora del título de la novela, fue la protagonista de una escena que, estoy seguro, ayudó a salir de la inocencia a muchos jóvenes que debieron quedarse con la misma cara que el pobre Slater, que durante la grabación de su escena amorosa nada sabía de lo que iba a ocurrir.

Por lo demás, la película podría haber adoptado perfectamente uno de los títulos de trabajo que Eco manejó en los primeros borradores de la novela, La abadía del crimen. Despojándose de prácticamente todo lo que no fuera la trama principal, Annaud respetó de manera escrupulosa las andanzas de los dos franciscanos en busca del asesino y durante las dos horas planteó un fascinante viaje visual y sonoro a la Edad Media, a lo que contribuye un diseño de producción fabuloso y un casting muy acertado. Personajes como Jorge de Burgos, Malaquías o Berengario cobraban vida de una manera asombrosa, dando a la cinta un peso que seguramente pocos pensaron que tendría. A ello se sumó la habilidad de Annaud para recoger escenas fundamentales del libro, como la del laberinto de la biblioteca, que fue la única que se rodó en estudios interiores. El resto fue recreado de manera soberbia en exteriores, transmitiendo, a pesar de la nieve artificial, el frío, la miseria y el hambre que sin duda debía atravesar toda Europa por aquellas fechas.

El éxito de la película fue considerable para tratarse de una modesta producción europea. Las actuaciones de los actores eran excelentes, la banda sonora de James Horner era un prodigio de buen gusto en la selección de temas religiosos e inspiración en la partitura original y el pulso narrativo de la cinta, más que notable, con escenas para el recuerdo como la de las pesquisas de Guillermo en los exteriores de la abadía, su duelo con Bernardo en el tribunal de la Inquisición y, muy especialmente, un incendio de la biblioteca que reflejaba perfectamente la esencia del libro. Es cierto que mucho se quedó en el tintero pero, como afirmaba Annaud en una de las entrevistas, tanto él como Umberto Eco tenían claro que se trataba de dos acercamientos desde lenguajes muy distintos a una misma historia, donde por simples cuestiones logísticas, de tiempo, espacio y presupuesto, hubiera sido imposible dar cabida a, por ejemplo, las complejas disquisiciones que se hace en la novela sobre la simbología religiosa del pórtico por parte de Adso, que en la novela ocupa páginas enteras y que la película resuelve con una simple toma de tres segundos.

El nombre de la rosa es un ejemplo perfecto, quizá el mejor, de cómo hacer una adaptación literaria al cine. Me parece ejemplar que el inicio del proyecto fuera dejar claro que se trataba de un medio diferente y, a partir de ahí, se potenciara todo lo que en la novela queda más difuminado, como un apartado visual, de caracterización, de ambiente, que las imágenes de Annaud consiguen transmitir muy bien. El respeto por la personalidad de los personajes, sus notables diálogos y la emoción de ciertas escenas están a la altura de lo que cabría esperar de una adaptación que sigue viva en la memoria de los lectores y espectadores, como muestra la reciente adaptación al teatro que acaba de estrenarse en Madrid, y cuya crítica espero poder hacer en breve para sumarla a este reportaje. La tarea de adaptarlo a las tablas no es nada sencilla, y hay muchos riesgos, pero aun así es una historia que sigue teniendo el suficiente atractivo como para darle una oportunidad más, y las que queden.

A modo de curiosidad, no me gustaría terminar sin hacer referencia a que la novela fue también convertida en videojuego en los años 80 por parte de un equipo de desarrollo español. A pesar de que Eco no quiso saber nada del asunto, se trató de un juego fantástico que, en perspectiva isométrica y con unos gráficos más que decentes para la época, nos ponía a los mandos de los dos protagonistas para investigar a fondo un escenario complejo y lleno de detalles. A día de hoy, está considerado un juego de culto por parte de fans de todo el mundo. ¿Y saben cómo se llamó? Así es: La abadía del crimen.


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