Tanto y de tal manera se ha hablado estos días de la Constitución, cuya efeméride se celebra por estas fechas, que uno tiende a preguntarse si a lo mejor es que, más que de un texto constitucional, estamos hablando de uno sagrado o que guarda relación con alguna confesión de tipo religioso. Escuchando a muchos políticos, intelectuales y filósofos, he llegado a la conclusión de que, una de dos: o en su momento las negociaciones respectivas se hicieron tan rematadamente bien que la carta es perfecta y no debe ser tocada ni una sola coma, o bien está tan rematadamente mal hecha que cualquier modificación solo podría empeorar las cosas. Y no creo que se trate de ni una ni otra, sino más bien de una tercera en la que nadie quiere entrar: ¿cómo se hace para modificar un texto semejante en el contexto actual que está atravesando nuestro país?
Con el contexto actual no me refiero solo a la tan manida crisis, sino a la situación de una democracia como la española que ya no puede llamarse tan joven como le gustaría a más de uno (porque ya se sabe que "joven" implica necesariamente margen de error comprensible). El problema que estamos atravesando en los últimos años es que España debería responder como una democracia consolidada ante decenas, cientos de retos diarios para los que se sigue comportando de una manera inapropiada. Y dejémonos de textos sacros, que cuando Zapatero recibió la famosa carta con sello alemán se tardaron exactamente dos días en ponerse de acuerdo con la oposición y modificar la Constitución ipso facto.
Cuando era estudiante de primaria se me transmitió una imagen que, supongo, es la que lleva funcionando y seguirá haciéndolo mientras el tinglado aguante. Según esa imagen, vivimos en un país de libertades desde 1978 gracias a un acuerdo entre facciones políticas y sociales de muy distinto corte y confección, un pacto que evitó confrontaciones bélicas (no así intentos de golpes de estado, por cierto), alzamientos gloriosos o insurrecciones alevosas, pónganle ustedes la etiqueta que prefieran. A partir de entonces, y con el beneplácito de esa familia Real que cada día que pasa se va haciendo más de barro ante nuestros ojos, España afrontó una etapa de regeneración, de reconciliación y de paz que es garante de la felicidad de sus habitantes. Y lo peor de todo es que, con más o menos matices a dicha visión, nos la hemos creído hasta la médula.
No creo que España sea un país sin libertades, pero sí considero que aquí regeneración hubo más bien poca. Como en aquella famosa novela, se modificaron una serie de estructuras para que ciertas elites privilegiadas, poderosas, que controlaban la economía nacional, mantuvieran todos y cada uno de sus privilegios intactos. Hay estamentos que han podido perder algo de pujanza, como el ejército, pero desde luego la Iglesia ha mantenido unos derechos que serían impensables en cualquier democracia con un mínimo de sentido común, como por ejemplo una serie de exenciones fiscales que sinceramente, no soy capaz de comprender o justificar. Pero es que al margen de ello, ha surgido una casta de políticos "profesionales", auténticos herederos de la clase noble tradicional, que al calor de las urnas se han ido llenando las manos y los bolsillos con el erario público, al margen de cualquier distinción de signo político, si es que la hay realmente, que ya dudo hasta de eso. Sea como fuere, los bancos han seguido gobernando aquí y allá, poniendo y quitando a placer y alimentando sus consejos de administración con esos mismos políticos a los que ayudaron a llegar a ciertas cimas interesadas. Es decir, como siempre ha ocurrido en este país desde hace siglos. Si a esto se le puede llamar renovación, permítanme que me muestre algo escéptico en temas de semántica.
La Constitución española es un texto del que se habla demasiado, pero que no se lee y analiza tanto como se debería. Hay pocos ciudadanos que sean tan sinceros como para reconocer abiertamente que jamás se les ha pasado por la cabeza siquiera consultar artículos sueltos de dicho texto, no digamos ya leerlo completamente. Y sin embargo, es un documento que ofrece artículos tan interesantes como los siguientes que reproduzco a continuación, para ver si estamos de acuerdo en que se cumplen en esta España democrática de hoy:
Artículo 31
1. Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.
2. El gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía.
3. Sólo podrán establecerse prestaciones personales o patrimoniales de carácter público con arreglo a la ley.
Si de verdad alguien se cree esto en esta España de contabilidades B, paraísos fiscales, patrimonios con errores comprensibles de fincas reales, desfalcos y leyes que protegen a los defraudadores, este país donde el número de millonarios ha aumentado de forma considerable en este último lustro en el que casualmente otros tantos se han ido colocando en el umbral de la pobreza, reciba mi más sincera enhorabuena. Yo, desde luego, doy poco crédito a estas bonitas palabras, por más que me encantaría que realmente se cumplieran.
El problema que tengo con la Constitución española no es, como se repite hasta la saciedad, que fuera creada para una sociedad de hace cuatro o cinco décadas, o que para reformarla sea necesario un consenso que ahora mismo dista mucho de ser medianamente posible. Es algo mucho más sencillo que todo eso: creo que es un papel que no tiene un cumplimiento que se ajuste a la realidad en un grado mínimamente satisfactorio. Así, por ejemplo, no me creo el artículo 6 porque no pienso que los partidos políticos expresen pluralismo político alguno o que sean el instrumento fundamental de nada, y mucho menos que sus mecanismos de funcionamiento interno sean democráticos en absoluto. Después de ver casos como los de Blesa, Bárcenas o el escándalo de Urdangarín no me creo el artículo 14, que dice que todos somos iguales ante la ley; que tengamos derecho a la integridad física después de ver según qué reacciones en según qué manifestaciones, como reza el artículo 17, o que nos podamos reunir pacíficamente, como reza el 21. El artículo 27, que dice cosas muy bonitas de la educación, me van a permitir que no lo comente por deformación profesional, pero me parece que decir que estos diez artículos se cumplen a día de hoy resulta un insulto a la inteligencia. Y así podría seguir indefinidamente, pero creo que ya se hacen una idea.
Les dejo, ya para terminar, con la primera disposición del Título VII, que versa sobre Economía y Hacienda: "Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está
subordinada al interés general". No me digan que no tiene algo de guasa, el asunto.
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