viernes, 20 de diciembre de 2013

Cinefórum (34): La desolación de Smaug


 

Hubo un tiempo, hace algo más de una década, en el que Peter Jackson era un director que tenía mucho que demostrarle al mundo, por no decir todo. Sentía la presión de los productores, de los fans de su particular comunidad del anillo y, especialmente, de una taquilla que bien podía condenarlo en aquellas navidades de 2001 o bien catapultarlo al más absoluto de los estrellatos. Aquel Peter Jackson tenía un sentido de la medida y del decoro, de la prudencia a la hora de rodar ciertas escenas, de tomarse ciertas licencias, de añadir aquí y allá para obtener un buen resultado. Era un director que era capaz de gestionar una infraestructura enorme, una superproducción de un calibre titánico, sin descuidar el menor de los detalles, desde el vestuario a los guiones, pasando por la banda sonora o el montaje, contando siempre con los mejores colaboradores que encontraba. Eran buenos tiempos para la Tierra Media en el cine, y así lo demostró una trilogía de El Señor de los Anillos que es puro cine con mayúsculas, una que se ha ganado con todo el merecimiento un hueco especial tanto en el corazón de sus muchos fans como en la Historia del séptimo arte.

Más de una década y unos cuantos oscars y récords después, Peter Jackson ha cambiado. El éxito le ha cambiado, tanto a él como las películas que dirige. Para todos aquellos que fuimos cargados de expectativas a ver King Kong y Un viaje inesperado y salimos con un regusto amargo y agotados de tanto exceso, contemplar La desolación de Smaug no nos supone ya, por desgracia, ninguna sorpresa. Al margen de cualquier otra consideración previa, lo que está claro es que Peter Jackson ya no tiene que demostrarle nada al mundo, que no siente la presión de los productores, ni de sus fans ni por supuesto de una taquilla que bendice todo lo que este buen señor haga, para bien o para mal, como si fuera la octava maravilla del mundo. Porque Peter Jackson es dueño y señor de su particular cortijo, donde hace y deshace a su antojo y voluntad sin que nadie ose llevarle la contraria, por muy equivocado que esté en muchas ocasiones, que lo está. Y yo lo lamento profundamente, pero precisamente por todo ello a mí la segunda entrega del Hobbit, por muchas virtudes que tenga, por superior que sea respecto de la anterior, no me parece la maravilla que estaba esperando ni de lejos.

Como era de esperar, la película retoma los sucesos justo donde terminó la primera entrega, para introducir al espectador en una frenética persecución que lleva a los personajes por la casa del cambiapieles Beorn, el bosque Negro, la lucha con las arañas, el reino de los elfos silvanos, la huida en barriles y la ciudad del lago, plantándonos ante la Montaña Solitaria en apenas hora y media. De infarto. Para todos aquellos que decían que Un viaje inesperado tardaba una eternidad en arrancar, y luego tampoco era para tanto, aquí desde luego se quedarán satisfechos porque si algo tiene La desolación de Smaug, y a raudales, es entretenimiento del bueno en sus dos primeros actos. Sinceramente, yo no me esperaba un arranque tan potente, tan fluido y donde las tramas de Gandalf (de la que luego hablaré) y los enanos fueran alternándonse con tanto tino, como no me esperaba que me gustara tanto el diseño de Beorn, las peleas de los elfos con arañas y orcos o la recreación del reino de Thranduil, al que da una inquietante vida Lee Pace con una voz que se adueña de la pantalla por completo.

Todo en estos dos primeros actos me parece más que correcto, excelente, salvo quizá un prólogo insulso en Bree que poco o nada aporta a la historia. Todos los elementos hasta la llegada a la Montaña Solitaria combinan un diseño de producción fabuloso, unos efectos visuales notables, aunque no sorprendentes, y un ritmo narrativo divertido y ameno, con apariciones tan bienvenidas como las del ya citado rey elfo, así como una de sus capitanas, Tauriel (una genial Evangeline Lilly), su hijo Legolas (sí, el mismo de siempre, que pasaba por aquí pero más viejo y más cachas, a pesar de ser supuestamente 60 años más joven) y en especial de Bardo, el anfitrión de la compañía de los enanos en la ciudad del lago, y al que tanta solidez aporta Luke Evans. A diferencia de los muchos tiradores de pelo profesionales que habrá a estas alturas de la película, a mí hasta aquí todo me encajaba bastante bien si me olvidaba, claro, de un libro que poco o nada tiene que ver ya con estas películas, porque estaba disfrutando como el que más con todas y cada una de las secuencias (salvo quizá la de los barriles del aquópolis élfico, que me parece un carrusel sin demasiado sentido ni razón de ser, pero en fin...).

Hasta este punto, solo dos asuntos me estaban despistando un poco de la trama principal. El primero de ellos era una trama pseudo amorosa entre Kili, uno de los enanos, y Tauriel. Como lo oyen. Tan forzado como innecesario. El segundo asunto, todo lo concerniente al Nigromante de Dol Guldur, tendrá sin duda sus seguidores acérrimos y tal, pero yo creo que es un pegote que resulta anticlimático porque pone sobre la pista de quien-todos-sabemos a Gandalf y compañía, quitándole bastante peso a La Comunidad del Anillo. Si Gandalf ya sabe que quien-todos-sabemos está vivito y coleando desde hace seis décadas, ¿a santo de qué tanto escándalo luego con Frodo y compañía? Quizá yo me pierda con tanto matiz y tanto detalle, pero de verdad que no consigo comprenderlo.

En cualquier caso, debo insistir en que los considero asuntos menores que no empañaban una película muy buena hasta ahí. Y todo comenzó a adquirir tintes de enamoramiento sin límites cuando apareció el dragón Smaug y se comió, literalmente, la pantalla, con un Benedict Cumberbatch que le pone algo más que la voz: da su alma entera a un personaje magnífico tanto en la recreación digital de sus facciones y cuerpo, algo que yo jamás había visto de un modo tan espectacular. Fue en ese punto, en ese increíble diálogo entre Bilbo (de nuevo magistral, Martin Freeman) y el usurpador de Erebor, cuando la película alcanzó su cénit: yo pensé que Jackson se había redimido de todos sus pecados y me iba a hacer salir del cine dando palmas con las orejas y rezando para que pasara pronto el tiempo hasta la siguiente entrega, y justo entonces... 

Justo entonces llega el caos. Y no es un caos casual, ni derivado de ninguna infeliz coincidencia, sino del empeño idiota, estúpido, de convertir esta adaptación en una trilogía porque sí, porque el señor del cortijo así lo desea, lo que convierte el tercer acto de La desolación de Smaug en un completo despropósito que a punto está de echar por tierra absolutamente todo lo bueno que había construido hasta entonces (atención, SPOILERS).

Si El Hobbit hubiera tenido dos entregas, era evidente que habría que recortar mucho material del que hay aquí, y dosificar las cosas de otra manera para que, más o menos, la primera parte contase el viaje hasta la Montaña Solitaria, dejando para la segunda parte una parte o todo el duelo con Smaug y la batalla de los cinco ejércitos. Más o menos así lo imaginaba yo, dando por sentado que, como ya ocurrió con personajes como Tom Bombadil en la trilogía precedente, aquí se haría lo propio. Pero como aquí lo que importa es sacar tajada, se han alargado las dos primeras entregas una barbaridad, contando poco menos que una introducción en la primera parte, con ese clímax horripilante de la montaña de los goblins que no parecía terminar jamás y esa absurda batalla contra el anacrónico Azog, un personaje que de acuerdo con la mitología de Tolkien ya estaba muerto cuando Thorin y compañía iban a la caza y captura del dragón, pero que da igual que lo metamos porque hace falta un malo, aunque tenga el carisma de un botijo con una sola asa.

Todo esto tiene consecuencias en una secuencia final en Erebor en la que, no se sabe muy bien por qué, Peter Jackson decidió que había que darle un papel más heroico a los enanos, que en el libro se quedaban muy quietecitos mientras Bilbo se las veía con Smaug, pero aquí no: aquí Thorin y compañía se enfrentan al bicho como si nada, corretean con él por aquí y por allá en una versión deleznable del escondite, le obligan a encender las fraguas llamándole "babosa" (¿?) y se dedican a fabricar, así porque sí, una estatua de oro de un rey enano mientras el dragón deambula sin ningún propósito evidente y haciendo cabriolas tan gratuitas como las del pozo con Thorin, que da verdadera vergüenza ajena, para terminar ante la estatua ya citada derritiéndose ante él de un modo absurdo, hecha con unos efectos absolutamente penosos y con un comportamiento de físicas lamentable del supuesto oro líquido. 

La reacción postrera de Smaug, la de salir volando entre los restos del oro líquido a cargarse la ciudad del lago, así porque le viene en gana de repente, es totalmente incomprensible. Y es una auténtica lástima que un personaje que se presenta de un modo tan magnífico, que está tan maravillosamente hecho y mejor interpretado se eche a perder de un modo tan desastroso, todo por la falta de medida de un director que nunca sabe dónde parar, da igual que sea con ese Bombur que da vueltas y más vueltas en su tonel tirando orcos como si fueran bolos en la escena de los barriles o con el idiota del dragón demostrando una y otra vez su infinita torpeza para capturar a unos cuantos enanos sin armas de ninguna clase para enfrentarse a él en un terreno que supuestamente domina desde hace décadas. ¿Cómo es posible, diantres, que no les haga un solo rasguño a ninguno de sus rivales, si en verdad era una máquina de matar tan temible como parecía en el diálogo previo con Bilbo? Es sencillamente penoso.

Y es que toda la fuerza de Smaug, toda esa fanfarronería de que "Soy fuego, soy muerte" con que sale de escena en el filme suena a paparruchas después de haberle visto hacer el inútil en un reino que él mismo vació de enanos a sangre y fuego, sin dejar una sola víctima en pie. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que la película termina justo ahí, con Smaug volando a la ciudad del lago, en un "cliffhanger" o final en tensión tan mal planteado como resuelto, que no cierra nada y deja todo por concluir, a medias y de mala manera. ¿Ustedes se imaginan que George Lucas (y manda narices que ponga a este señor de contraejemplo) hubiera cerrado El imperio contraataca con Luke cayendo por el pozo de ventilación de Bespin?). Cualquier narrador sabe, y esto Jackson también debería saberlo porque no lo hizo nada mal en Las dos Torres, que las segundas partes deben tener finales parciales de algunas de sus tramas. No se puede dejar al espectador así porque esto no es el capítulo de una novela o el final de un capítulo de una serie que se retoma al momento o la semana que viene, y lo único que demuestra es que el precio por querer sacar más tajada del pastel se paga, y cara. Pero no solo lo paga el bolsillo del espectador, señor Jackson: lo paga la historia, que se resiente, y de lo lindo. Así no se pueden hacer las cosas.


Por todo ello, con dos películas de tres sobre la mesa, y aun a riesgo de tener que rectificar de aquí a un año, voy a decirlo claramente y sin ambages: la trilogía del Hobbit, al menos de momento, lo único que demuestra por culpa de las meteduras de pata de su señor director (porque él, como señor del cortijo, es el completo y único responsable), es que juega en una liga de segunda división respecto a su predecesora, que es de primerísimo nivel. Aquí ni la historia tiene el mismo interés ni está contada con el mismo talento, ni su banda sonora está tan inspirada (qué sosería ha hecho Howard Shore otra vez, madre mía, es que ni un puñetero tema con personalidad), ni sus tramas ni sus personajes tienen un ápice del carisma y encanto de los de la trilogía original.

En el colmo de los colmos, tanto esta entrega como la anterior están plagadas de momentos en que uno tiene la sensación de que ya lo ha visto o vivido antes, pero mejor: aquí me pasó con las arañas del bosque Negro, un pálido reflejo de Ella-Laraña se miren como se miren; me pasó con la curación de Tauriel a Kili, que es que tiene hasta la misma música que cuando Arwen cura a Frodo, o esa puerta enana que se revela con la luz de la luna, exactamente igual que en Moria; me pasa cada vez que veo a Thorin y, al margen de que no me lo crea jamás como enano, lo vea como un Aragorn de metro cincuenta con sus mismas cuitas sobre recuperar su reino, su trono y su corona legítimas, con sus conflictos con ancestros descerebrados incluidos (menos mal que el amor con la elfa se lo lleva otro, que si no...) y, en cualquier caso, no es ninguna buena señal, señores míos, que el pan suba cada vez que aparecen Legolas, Elrond, Galadriel o Saruman, personajes importados aquí donde los haya. Y que nadie me venga con elementos de cohesión interna entre películas, porque no cuela: es falta de imaginación, y punto.

En cualquier caso, y a pesar de mis desahogos acerca del final, no me gustaría que ello condenara a toda la cinta: La desolación de Smaug es una película muy entretenida y, salvo el tema del enano dorado, muy bien hecha. Tiene momentos de verdadero interés que se convertirán en referentes ineludibles en la saga, sobre todo en la recreación de un dragón que es una gozada de contemplar, y es en suma muy recomendable para cualquier fan de Tolkien, que seguro que, ya que mencioné antes a Lucas y sus galaxias, estará de acuerdo conmigo en que al margen de finales en alto y otros asuntos, esta precuela en tres partes va camino de resultar netamente superior a la de Star Wars en todo, ya que sin duda es mucho más coherente, respetuosa y digna con su legado posterior que las mamarrachadas de Jar Jar Binks y compañía, a pesar de sus fallos, que los tiene y no son poco importantes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buena critica ,para mi solo le falta que hables de cuando gandalf se tira media hora lanzando hechizos en Dol Guldur para descubrir el mal y solo consigue que le ataquen por la espalda, luche contra la sombra y pierda y vea una horda salir del castillo desde una jaula, casi me recuerda a una version de cuando le venza saruman en la comunidad del anillo pero en cutre(si en la tercera para salvarse llama a una mariposa me pego un tiro).