viernes, 5 de julio de 2013

El poder y las armas



El reciente golpe de estado en Egipto ha puesto fin, tras un año y tres días, a la primera etapa democrática en la historia del país africano, cercenando la ilusión y las esperanzas que provocaron todas aquellas protestas revolucionarias de 2011, aquellas concentraciones multitudinarias en las plazas pidiendo un cambio político que finalmente terminó en sus primeras elecciones. Desde entonces Egipto ha vivido unos meses muy convulsos y realmente complejos, que han finalizado con la intervención a la fuerza de un ejército que ahora mismo mantiene al presidente y algunos allegados en paradero desconocido tras haber suspendido la constitución. 

En una primera lectura superficial, imagino que la reacción de muchos habrá sido la condena inmediata del golpe. Si a esto se une la supresión de la constitución y el descabezamiento de uno de los grupos políticos más importantes, los Hermanos Musulmanes, cuyos líderes están siendo arrestados estos días, poco promete el panorama político de Egipto como para dejar resquicio de esperanza. Se ha impuesto a un nuevo presidente hasta que, como aseguran los altos mandos del ejército, se celebren nuevas elecciones. De fechas, plazos y, lo más importante, de restituir la constitución, no se sabe aún nada. Las celebraciones (no se sabe muy bien de qué) tienen lugar día sí y día también, con los aviones del ejército soltando humos con los colores de la bandera del país, mientras la gente asiste perpleja a los acontecimientos.

Para entender cómo se ha llegado a esta situación resulta imprescindible analizar el papel que el presidente depuesto ha desempeñado en estos meses. Mohamed Morsi ha chocado desde su nombramiento con todos y cada uno de los poderes establecidos en Egipto, judicial y militar incluidos. Todos sus intentos de cambios, reformas y maniobras políticas se han visto trampeados por un sistema que, como ha podido comprobarse, no estaba preparado para democracia alguna. También se ha encontrado con gravísimos problemas económicos que ha necesitado de préstamos bancarios, un desempleo del 14% (y en aumento), falta de bienes básicos, apagones constantes, inseguridad ciudadana... Más de 15 millones de personas han llegado a manifestarse para protestar contra la gestión del presidente, por lo que tampoco me parece correcto concebir a Morsi como un Pericles de la modernidad: durante el año pasado, el ya expresidente trató, por lo visto, de promover una reforma que encontró una fuerte oposición de los fiscales en todo el país, ya que le otorgaría poderes casi absolutos. Y esto tampoco parece muy apropiado, por mucho que venga de un presidente elegido democráticamente.

No quiero ser malinterpretado: estoy en contra de los golpes de estado, y creo que el hecho de que un país deba ser intervenido por las armas y a la fuerza es únicamente una manifestación de un profundo fracaso a todos los niveles. Por mucho que Platón estableciera aquella famosa división entre líderes, soldados y ciudadanos, yo desde luego no concibo que ningún militar se adjudique el derecho a intervenir mi país, mis instituciones políticas y mi constitución con una pistola en la mano. Y de eso en España hemos tenido ya suficientes experiencias como para tener claro el concepto. Ahora bien, es evidente que en Egipto la situación se estaba volviendo insostenible y que alguien debía intervenir ante la falta de competencia de Morsi para sacar adelante el país; que sea el ejército o algún organismo internacional, eso ya imagino que irá en función de las creencias de cada cual.

Lo que me sorprende, y de ahí la preocupación que va más allá de los hechos concretos de este golpe, es el modo en que se ha manejado la idea de la democracia en Egipto, la absoluta ligereza con la que todos, Morsi incluido, parecen haberla entendido y, lo que es peor, ejecutado. A mí no me parece descabellado que algún organismo superior debiera haber supervisado y dado fe de que las bases democráticas de Egipto eran lo suficientemente estables, porque el país no estaba en absoluto preparado para ello, como ha podido comprobarse. Las Naciones Unidas, si no recuerdo mal, podrían haber hecho algo en su momento, porque ahora lo único que dicen sus representantes es que desean que todo se resuelva de la manera más rápida y pacífica posible. Los más de 40 fallecidos por las protestas tras el golpe de estado en estos últimos días, todo un triste récord, indican que la situación está más bien yendo en la dirección opuesta. El problema es que para que dichas muertes, y las que quedan por venir, pesaran en la conciencia tanto de las autoridades egipcias como de las Naciones Unidas, primera estas deberían tener conciencia. Y me temo que los tiros, y nunca mejor dicho, no van por ahí.


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