lunes, 22 de octubre de 2012

Alguien a quien solía conocer



Era ya bien entrada la madrugada cuando arranqué el coche, en medio de esa ciudad que aparentaba dormir y que desmentía el rumor lejano a fiesta de los bares y discotecas. Puse el contacto en marcha y pronto esas mismas calles comenzaron a adquirir movimiento hasta que, poco a poco, dejaron paso a avenidas cada vez más amplias y finalmente, a la autopista que me llevaba al fin lejos del bullicio del neón.

Después de una noche de tantos pensamientos encontrados, imagino que a esas alturas ya no tenía ni ganas de pensar en nada. Únicamente algunas imágenes sueltas, ecos de ese pasado reciente que acababa de incorporar a mis recuerdos, volvían a mi mente como fogonazos en la oscuridad de la carretera. Me veía sentado de nuevo en aquellos bancos eclesiásticos, tratando de descifrar las inscripciones en latín mientras uno de mis grandes amigos de la adolescencia daba el sí quiero a su futura esposa. Me veía transportado de allí a otras calles, las de París, por las que los dos caminamos  hace más de quince años mientras comentábamos entusiasmados las últimas novedades de los videojuegos, que han sido siempre con el fútbol nuestra gran afición compartida, y de ahí otro salto a  otra época, compartiendo glorias futboleras y fiestas un fin de semana sí y otro también.

Traté de centrarme en la carretera, para evitar perderme con tanto recuerdo, pero me era imposible. Volvía de nuevo a la boda, y a la entrada de los novios en el banquete bajo una solemne marcha galáctica y un bosque de espadas láser, guiño a otra de esas grandes aficiones que nos vio alguna que otra vez entrando en un cine a espadazo limpio. Volvían también esas canciones que inundaron nuestros oídos a altas horas de una noche como aquella, esas mismas que entonces nos sonaban a música celestial y que ahora eran simplemente bochorno embutido en tres minutos y veinte segundos. Volvía también algún que otro desencuentro, fruto de ese roce tan intenso que es la amistad cuando lo más preciado son los amigos, pero sobre todo alegrías, muchas risas compartidas a lo largo de tantos años y una enorme complicidad, casi de hermanos, fruto de todos aquellos recuerdos en común.

Ya estaba cerca de casa. No tardaría en acostarme, como haría él (seguramente más tarde) en compañía de una persona con la que se había comprometido ante los hombres y ante su dios, ante todos aquellos que allí estábamos para darle la enhorabuena y desearle lo mejor para ese futuro que comenzaba ya mismo, tan caprichoso como siempre esto del tiempo. Había vuelto a encontrarme con mucha gente a la que hacía demasiado que no veía, y eso hace que los cambios se perciban mejor, más nítidos. De pronto, me asombraba a mí mismo echando la vista atrás cinco, diez, quince años, una sensación que en cierto modo es nueva para mí, la de tener tanto pasado que recordar como futuro que prever. 

Y debo reconocer que me agobió la idea, mientras hacía girar la llave en la puerta. No sé si será por la crisis propia de mi edad, esa en la que la gente suele contraer matrimonio, por el conjunto de las emociones y reflexiones sobre la amistad o quizá el paso del tiempo o simplemente el cansancio propio de aquellas horas, pero en cualquier caso me entró un soberano dolor de cabeza que tuve que combatir con agua y aspirina, mientras la niebla se apoderaba del exterior. 

Debió ser poco antes de dormirme cuando recordé esa última imagen que define por qué siempre Alex me ha inspirado una profunda amistad, y que refleja tan bien como ninguna otra su carácter afable, dispuesto siempre a combatir el dolor más profundo con la más abierta de las sonrisas. Fue al poco de volver de aquel viaje de París que nos hizo amigos, una tarde de vacaciones luminosa y limpia como solo cabe en los recuerdos. Alex acababa de caerse de una manera espectacular, tropezando con un balón en un campo de tierra de fútbol once, donde solo jugábamos él y yo a la espera de otros amigos que finalmente no llegarían. Hizo un gesto tratando de emular a la estrella de turno, resbaló y cayó al suelo de la manera más cómica (y dolorosa) que he presenciado en mi vida. Recuerdo haber ido a ayudarle a levantarse, preocupado por su salud, y encontrarlo a él con la sonrisa más espontánea, alegre y sentida que he visto nunca. Recuerdo haberme reído con él a carcajada limpia, y sentir que de pronto todos los problemas y preocupaciones del mundo parecían más pequeños, más insignificantes, una sensación que volví a tener aquella noche en que lo vi dar su primer baile de pareja, con esa misma sonrisa que ahora transmitía a una persona en especial, y por la que cualquiera debería sentirse agradecido y afortunado.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Acabo de leer tu entrada en el blog, no domino mucho el tema y por eso te escribo por aquí.

Me ha encantado , y se me ha saltado alguna lágrima , de alegría ,claro .

Sólo puedo decirte que el sábado fue el día más feliz de mi vida , no sólo por casarme , sino por que toda la gente a la que quiero estuvo ahí conmigo.

Algo bueno he debido de hacer para estar rodeado de gente tan increíble como tu.

Muchísimas gracias por todo y por estar ahí.

Un abrazo muy fuerte !!!!

Alex