lunes, 23 de noviembre de 2009

Aire.




Sentí que su vida se desvanecía delante de mí, impotente ante aquel inmenso sufrimiento en sus ojos, en el gesto desencajado de su rostro, en la violencia con que golpeaba el suelo al serle cada vez más difícil llevar aire a sus pulmones. Sentí que lo perdía y con él moría también una parte de mí, la misma que vivía gracias a su contagiosa felicidad y que ahora expiraba en medio de la agonía más espantosa que recuerdo haber visto nunca.


Traté de no contagiarme de aquella expresión de dolor infinito, de no dejarme llevar también por la desesperación y la angustia, y en vez de ello me senté a su lado, apoyé su espalda sobre mi pecho y le pedí que se centrase en mi respiración mientras marcaba con la mano libre el teléfono de emergencia.


No recuerdo haber dado instrucciones a la ambulancia, porque lo cierto es que todo mi pensamiento estaba puesto en su recuperación, en transmitirle toda la salud que había en mí, pero al cabo de unos minutos escuché las sirenas, y mi vista nublada por el llanto contenido vislumbró la intermitencia de las luces naranjas. Su mano sostenía la mía con firmeza, oprimiéndola con cada nuevo ataque, con cada nueva sensación de que el oxígeno no podía llegar allí donde más necesario era, y fue entonces cuando dejé de sentir la fuerza de su tensión, cuando sus dedos se deslizaron entre los míos y su cabeza se ladeó hacia la izquierda. Entonces llegaron los médicos.


Sí recuerdo que, al cabo de varias horas de espera, fui informado de que podía entrar a verlo. Recuerdo la sala de observación, más fría de lo que había imaginado, en medio de la cual aguardaba su cama. Recuerdo la mascarilla conectada a una máquina, y sus párpados que encerraban el sueño propio tras un esfuerzo semejante. Recuerdo haber tomado su mano, contemplando aquel rostro ya por fin relajado, y cómo aquellos ojos se abrían para dar paso a una leve sonrisa.


Sólo entonces sentí que también yo respiraba.

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