Hay algo en todo este embrollo de manifestaciones pro-vida y bailes de datos (2 millones según ABC y organizadores; 1.200.000 según la comunidad de Madrid; 250.000 según la policía; 55.000 según El País) que no termina de convencerme, como no me convencieron en su momento los argumentos en contra de la legislación sobre los matrimonios homosexuales o el divorcio.
“Ataque a la familia, crimen consentido y amparado por la ley, cobertura a la inmoralidad indiscriminada…” razones a mi juicio ligeras para asuntos extremadamente delicados, donde se percibe una peligrosa mezcla de ideología, religión, ética, política y barullo mediático que, como siempre, únicamente contribuye a la confusión generalizada.
Yo no creo, sinceramente, que las leyes que permiten a las personas que así lo desean abortar, divorciarse o contraer matrimonios con personas de su mismo sexo representen un ataque frontal, amenaza o cobertura para el asesinato contra la familia tradicional, sus valores o principios. Antes al contrario, creo que abren el abanico de opciones a la pluralidad para todos aquellos que no se consideran bajo el paraguas apostólico y romano, y lo hacen además bajo una escrupulosa aplicación de la legalidad que no ampara a criminales sino a ciudadanos, hombres y mujeres que antes no gozaban de ciertos derechos ni libertades, en mi opinión, necesarias.
Evidentemente, cada cual está en su derecho de opinar y manifestarse a favor de lo que se crea más conveniente, pero si vivimos en una sociedad democrática y una amplia mayoría ha decidido apoyar la elaboración y la puesta en práctica de dichas leyes es por motivos de fuerza mayor que la de una determinada óptica religiosa, por importante, predominante o legítima que se considere.
El problema es que, lejos de establecerse un diálogo constructivo entre las partes supuestamente implicadas y exponer con calma y paciencia argumentos en uno u otro sentido, lo único que parece importar aquí es de qué forma contar cabezas de manifestantes, como si el hecho de que sean dos millones o cincuenta mil quitara o dejara de quitar la razón. Nadie parece darse cuenta de que en democracia el número sólo cuenta para las elecciones, mientras que el día a día lo construye la convivencia de opiniones razonadas, coherentes y portavoces de los diferentes pareceres de la población. Sigan, pues, las batallas de números hasta el infinito, si se quiere, porque mucho me temo que la guerra por la que merecía la pena todo esto se perdió hace ya tiempo.
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