Hay algo en el cine de Amenábar que nunca me ha terminado de convencer, aun reconociéndole un mérito enorme por haber sabido trascender con habilidad la mediocridad en que nuestro cine patrio vive felizmente instalado. Tesis (1997) me pareció fría, aunque intrigante; Abre los ojos (1998), una pretenciosa parábola de no sé muy bien qué; Los otros (2001), un refrito de Una vuelta de tuerca y El sexto sentido, pero con un envoltorio magnífico y una gran habilidad narrativa. A Mar adentro (2005) no le vi gracia alguna más allá del torrente interpretativo de Bardem, y sigo sin comprender las razones de su éxito al margen de una campaña publicitaria bastante hábil.
Bueno, pues con la recentísima Ágora me ha pasado más de lo mismo. De brillante factura, la película narra las desventuras de Hipatia, hija del bibliotecario de Alejandría y una de las filósofas más notables e importantes de la historia, que se ve envuelta en una guerra de religiones entre paganos, cristianos y judíos de la que no se libra ni el apuntador.
Me consta que la versión de los cines ha llegado con un corte de metraje de más de 40 minutos respecto del montaje que se estrenó en Cannes, y que seguramente ello ha afectado a una estructura en tres actos tan desigual como desaprovechada, pero eso no es razón que justifique los despropósitos de una cinta excesiva y desproporcionada en todos los sentidos.
El primer acto narra el esplendor de la biblioteca y los amores de dos personajes, un esclavo y un discípulo de Hipatia, que se desviven por la filósofa (una fría y virginal Weisz), y que concluye con la toma y posterior destrucción de la biblioteca a manos de los cristianos, símbolo del fin del paganismo en Alejandría. En la segunda parte se nos describe con (excesiva) prolijidad las intrigas palaciego-religiosas que terminan con la expulsión de los judíos y la supremacía cristiana, dejando para un último acto el desenlace de los personajes principales ante el imparable empuje cristiano.
Precisamente a tenor del desenlace se hace más evidente que la historia con mayor potencial, la de los amores frustrados del esclavo hacia su señora, es la más desaprovechada de toda la cinta. Es una lástima que Amenábar haya dotado de semejante frialdad el primer acto, porque su desenlace no se corresponde con nada de lo visto entonces, y ahí radica un fallo de proporciones devastadoras, que vuelve incluso secundario el tostón pseudo-religioso del segundo acto o la ligereza con que se trata la astronomía en la cinta.
Si a eso se le suman decisiones, cuando menos, cuestionables, como las tomas espaciales, la aceleración de la imagen en determinados momentos o algún que otro volteo de cámara incomprensible, unos actores sorprendentemente sosos e inexpresivos (lo del esclavo es de juzgado de guardia, y Weisz en ningún momento hace honor a la fama de mujer fuerte que se le supone), una música intrascendente y un ritmo tan disparado como el de una tortuga reumática, lo único que permite un respiro entre tanto desatino es la fantástica recreación de Alejandría de la época, el diseño de vestuario o la fotografía, que están a un nivel muy superior al resto de elementos de la cinta.
No he entrado en temas espinosos como el tratamiento de las religiones, pero me temo que Amenábar no puede pretender engañar a nadie con dos dedos de frente al decir que esta película está dirigida contra la intolerancia en un sentido abstracto: aquí hay unos villanos muy malvados llamados cristianos, que más parecen una banda de navajeros (empezando por el obispo) que una orden religiosa con unos sólidos principios morales. Como dice la canción: el que quiera entender, que entienda.
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