martes, 14 de octubre de 2008

La trastienda.


Ya el día en que se conocieron supo que sería complicado llegar hasta ella. No era una chica extrovertida con la que se pudiera hablar de cualquier tema, o que gustara de llevar la iniciativa, al menos en apariencia. Joaquín supo enseguida de esa dificultad, pero quizá espoleado por eso mismo se esforzó aún más en su empeño: iba todos los días al establecimiento donde trabajaba, pero con tanta vergüenza que se quedaba fuera para observarla sin que ella se diera cuenta, tras ese mismo escaparate que era ventana y muralla al mismo tiempo.

Desde allí, la imagen que tenía de ella se agrandaba por momentos. Su apariencia se convertía en el primer y último referente, lo único a lo que agarrarse para tratar de discernir si era paciente o curiosa, si se dejaba llevar por las emociones o era fría como el hielo. Cada gesto valía su peso en oro porque era tan escaso como lleno de posibilidades para interpretarlo.

Un día ella descubrió que Joaquín la observaba, y al instante le sonrió. Joaquín interpretó que con tal gesto lo estaba invitando a pasar dentro de la tienda, y así lo hizo. Aquel fue un gran día. Pudo pasear por todas partes, ojeando aquí y allá los distintos productos, comparando precios y, por supuesto, sin hacer el menor caso de unos y otros. Toda su atención estaba en aquella muchacha que por fin cobraba voz y volumen, y que al hablar con los clientes dejaba ver facetas de sí misma que Joaquín hasta entonces sólo podía imaginar.

Nació entonces otro rito, según el cual él acudía a la tienda a la menor ocasión y esperaba lo que hiciera falta para que fuera ella, y no su madre, la que lo atendiera. Desde esa nueva perspectiva podía acceder a un universo de matices y detalles, donde la voz era el hilo conductor de nuevas fantasías que, sin embargo, quedaban empañadas por el hecho de que era una máscara de ella la que lo atendía a él y al resto de clientes, la que envolvía los regalos y los entregaba con servicial amabilidad.

Durante semanas, la única recompensa que obtuvo por tantas horas frente al mostrador fue una mirada fugaz o una tímida sonrisa a alguna de las bromas con las que él jalonaba sus breves diálogos. En algún momento estuvo tentado de arrojar la toalla, de darlo todo por perdido y buscar fortuna en otra parte, porque tenía la sensación de estar sembrando ilusiones en campo yermo.

Pero no lo hizo. No cedió y no se rindió, sino que, al contrario, trató por todos los medios a su alcance de convertir en sonrisa cada amarga salida de la tienda. Buscó consejo en sus amigos, leyó libros y practicó deporte para desahogar sus nervios, y en ese proceso no se dio cuenta de su propio cambio, de que desde hacía meses operaba lentamente en él el germen de una evolución que, sin que Joaquín se diera cuenta, ella seguía muy de cerca.

Fue una tarde de verano, cuando todos preferían el olor del río y la frescura de los álamos, el que ella eligió para tomar su mano y conducirlo a la trastienda. Y allí, en un lugar que él jamás había imaginado que pisarían sus pies, fue donde le dio un beso tan cálido como el mismo sol que doraba la avena de los campos. Fue en la trastienda donde él comenzó realmente a conocerla, a comprenderla y a amarla como ni siquiera él pensó que podría hacerlo, sin cristales ni murallas, sin máscaras serviciales, sin nada más que ella, ahí de pie frente a él y con la sonrisa iluminada por la emoción y por los nervios.

1 comentario:

Bel Belart dijo...

Cómo me suena esta historia... Salvando las distancias, obviamente, pero hace dos años y medio yo también tuve en repetidas ocasiones la sensación de estar sembrando ilusiones en campo yermo.

Con la diferencia de que, en principio, yo terminé por tirar la toalla porque no quería empeñarme en algo que, aparentemente, era más un deseo mío que una realidad, un imposible.

Afortunadamente, hay veces que las apariencias engañan, y hoy doy gracias a la Vida por el gran, enorme regalo que me ha dado.