Acabo de terminar de leer Némesis, la última novela de Philip Roth, un autor al que previamente sólo conocía por alguna que otra adaptación cinematográfica de otras obras suyas, como La mancha humana.
En lo que respecta al argumento y a su desarrollo, no estamos ante una obra de fácil “digestión”. Una epidemia de polio en el verano de 1944, en Nueva Jersey, sirve a Roth como trasfondo de una trama en la que se entrelazan los sueños de una serie de personajes que, al calor de los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, velan armas en la aparente seguridad del otro lado del frente. Dicha seguridad se ve quebrada por la epidemia, en un momento de incertidumbre y desconocimiento que llevó a miles de personas, especialmente niños, a la silla de ruedas o –peor aún– a la muerte.
La obra está dividida en tres actos y protagonizada por Bucky Cantor, joven director de la escuela de verano de uno de los barrios más castigados por la epidemia. La psicología de este personaje resulta fundamental al proporcionar las claves esenciales de los diferentes niveles de lectura del texto. Su ascendencia judía, su orfandad, una infancia marcada por la disciplina y estoicismo inculcados por su abuelo y una serie de taras –vista deficiente, complexión pequeña- marcan a un personaje obsesionado por la superación física, que de pronto se ve inmerso en una espiral de muerte infantil de la que no sabe cómo escapar.
La novela está narrada por un superviviente de aquellos años, un antiguo alumno de Cantor que rememora aquellos hechos tras una entrevista que tiene lugar muchos años después. Es un falso narrador omnisciente, que en realidad reconstruye los diálogos y situaciones a partir del relato de su profesor, y ello permite a la obra despojarse de toda carga de sentimentalismo o melancolía. Esta distancia se observa en una narración objetiva, concisa y ceñida a los hechos, que sólo en contadas ocasiones se permite ciertas concesiones literarias como ocurre, por ejemplo, en la recreación de los paisajes de las montañas Poconos, marco del segundo acto.
Este estilo, con la intencionada ambivalencia de la primera y tercera persona y una sobriedad que recuerda a la de Truman Capote en A sangre fría resultan recursos muy efectivos en manos de Roth, que sabe dosificar los puntos de giro y las breves digresiones sobre el pasado de los personajes para dotar al relato de un equilibrio poco habitual, pero en cualquier caso gratificante y pleno de posibilidades.
Por supuesto, las cuestiones religiosas marcan profundamente el relato, pero Roth acierta al establecer el perspectivismo que aporta el narrador, ya al final de la obra, y que sirve de contrapeso al punto de vista de Cantor. La espinosa cuestión moral que podría haber arruinado el final se convierte en un debate sin moraleja, demoledor por los efectos que provoca en la trama pero, por suerte, tan aséptica en su impacto sobre el lector como la propia retórica de una obra magistral.
La novela es soberbia desde el principio hasta el final, está construida con la precisión de un arquitecto y con unos materiales de primer orden, a lo que hay que añadir una extensión totalmente adecuada. Es posible que no sea la lectura de verano que uno espera que se le recomiende, por lo duro del tema que trata, pero es un auténtico ejemplo de cómo hacer una novela con mimbres en apariencia sencillos que sólo escritores de esta categoría son capaces de elaborar.
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