Tres han sido los pecados capitales cometidos por Peter Jackson en la adaptación de El Hobbit, errores garrafales que han condenado lo que podía haber sido una excelente película en dos partes a ser un producto hinchado, confuso y atropellado en tres entregas que para nada respeta el espíritu del libro original y, lo que es peor, hace un flaco favor a la trilogía a la que precede cronológicamente, El Señor de los Anillos, con una sarta de interrogantes, paradojas y sinsentidos que provocarán más de un disgusto a quien vea las seis películas en su orden lógico.
El primero de estos errores ha sido pensar que con solo traer a todo el equipo de producción, diseño, música y reparto posible de vuelta estaba garantizada la calidad y el resultado previos. El fenómeno de El Señor de los Anillos conjugó estos y otros talentos en un momento muy concreto de sus respectivas carreras, con mucha gente con mucho por demostrar y una historia brillante y plagada de epicidad que dio alas a tanto talento e inspiración. Gente como el propio Peter Jackson y buena parte del reparto eran completos desconocidos, y otros como Howard Shore, si bien ya establecido como compositor de bandas sonoras, no había dado todavía el salto de calidad que podía dar. Visto el resultado final de la trilogía, muchas de estas decisiones se han revelado como desacertadas en parte por la excesiva familiaridad y en parte por la escasa, por no decir, nula inspiración de muchos de los departamentos implicados, con Jackson en la dirección y Shore en la composición como los dos ejemplos más claros.
El segundo error fue convertir un proyecto que daba, como mucho, para dos cintas, en tres. Si al material original (180 páginas) se le unía el de los apéndices de Tolkien, el viaje de Bilbo se podía haber contado en una película larga e intensa, quizá en dos si se alargaban determinadas escenas con detalle. Cuando Peter Jackson proclamó ufano a través de las redes sociales que teníamos nueva trilogía entre manos no fuimos pocos los que dijimos que aquello era una mala decisión, motivada claramente por temas económicos y no tanto de necesidad del material literario. La batalla de los cinco ejércitos, con diferencia la peor película de las tres que conforman El Hobbit de Jackson, es la demostración palpable de este fracaso de organización del material, con un prólogo que es un total despropósito y una batalla interminable donde nada tiene demasiado sentido, pero que en cualquier caso resulta gratuita hasta la saciedad y palidece, una vez más, comparada con las climáticas secuencias de acción de Las dos Torres o El Retorno del Rey, con quien Jackson sigue empeñado en competir no se sabe por qué extraña razón.
El tercer error tiene que ver, única y exclusivamente, con decisiones de Peter Jackson relacionadas con la adaptación de la obra, y en especial con los cambios y aportaciones de su propia cosecha. El propósito de hilvanar esta historia con la de El Señor de los Anillos y crear un universo coherente es loable, pero eso se podía haber logrado de muchas formas que no implicaran el regreso forzado y gratuito de no pocos personajes, como Frodo, Bilbo en su versión anciana o, especialmente, Legolas. El elfo, que ya en la trilogía original tenía momentos bochornosos, protagoniza escenas realmente embarazosas en esta nueva saga, con el factor añadido de que no aporta absolutamente nada a la historia salvo entorpecer la trama principal. Junto a él viaja inseparable Taruiel, la obligatoria presencia femenina en una aventura a la que maldita la falta que le hacía, pero que aquí se inserta con un calzador colosal para, además, repetir la historia de amor imposible entre elfos y otras razas con un desenlace que es para ajusticiar al guionista. Pocas veces el concepto del amor verdadero ha dado tanta vergüenza ajena en labios de una actriz.
Mención aparte merece el personaje de Alfrid, que hace serias oposiciones a convertirse en el Jar Jar Binks de esta saga. Para alguien que debería haber muerto en la primera escena junto al gobernador, pero al que Jackson decidió darle cancha cómica por el buen rollo que generaba en el rodaje, no se le puede pedir una actuación más desastrosa, desafortunada y cargante que a Ryan Gage. Su salida de escena con la mención del refajo en plena batalla épica me pareció una más de tantas decisiones lamentables de un guión paupérrimo. Y no fue la última.
En realidad, la principal aportación argumental en esta saga es la concerniente a la fortaleza de Dol Guldur, lugar en el que el espíritu de Sauron anida en la forma del misterioso nigromante. Tras las pobres bases sentadas en las dos primeras películas, que alargaban en exceso las idas y venidas del consejo blanco y en especial de un Gandalf que en esta trilogía está más perdido que nunca, La batalla de los cinco ejércitos plantea una solución fácil y chapucera, con una Galadriel en modo niña del exorcista del todo injustificado. Al margen de otras consideraciones, la principal duda que queda es evidente: si todos los miembros del consejo saben del retorno de Sauron, ¿cómo se explica que dejen pasar los 60 años hasta los eventos de El Señor de los Anillos tan plácidamente? Más aún: si Gandalf es consciente de que Bilbo posee un anillo de poder, y muy probablemente el Anillo Único, ¿por qué no le pregunta más cosas? ¿Por qué luego, en La Comunidad del Anillo, de repente le entra la prisa por investigar y atar cabos cuando podía haber arrojado toda sombra de sospecha en los fuegos del Monte del Destino con una de esas siempre convenientes águilas más de medio siglo antes?
Pero al margen de estos errores capitales, El Hobbit se resiente de una trama limitada, pequeña y de menor ambición, propia del cuento original con el que Tolkien pretendía entretener a sus hijos y que él mismo hubo de rehacer una y otra vez cuando el proyecto de los anillos se le fue de las manos veinte años después. El exceso permanente en que vive instalada La batalla de los cinco ejércitos hace imposible una crítica al uso porque, insisto, no se trata de una película sino de los cabos sueltos que debían haber quedado atados en anteriores entregas. El desenlace de Smaug es imperdonable, con apenas diez minutos que perfectamente podían haber entrado al final de la segunda parte (si no hubiéramos tenido que soportar la dichosa escena de las fraguas, claro). Semejante personaje, el alma de toda esta saga y principal referente, queda reducido a un pelele que únicamente el plano en que desciende muerto sobre la ciudad del lago, cargada de emoción contenida, ayuda a paliar.
Del resto... en fin: ya hemos mencionado los cinco minutos que zanjan el asunto de Dol Guldur, por lo que únicamente quedan las idas y venidas de los trece insustanciales enanos y el bueno de Bilbo, al que Martin Freeman sigue dando vida de forma ejemplar. Toda la trama relativa a Dorin y su bajada a los infiernos de la codicia está llevada de un modo primerizo, en especial con una resolución de golpe y porrazo que no hace justicia a un personaje que, no lo olvidemos, ya conoció las estancias del tesoro de Erebor en su juventud pero que aquí parece verlas por primera vez. Así las cosas, solo nos queda la batalla, lastrada por unos efectos visuales que, por extraño que parezca y por primera vez en toda la saga, no están a la altura. Más que nunca la sensación de estar viendo una secuencia CGI de un videojuego es evidente aquí, con decisiones de diseño tan tristes como esos gusanos comepiedra sacados del saldo de Dune o esos trolls de mediana estatura que, francamente, lucían casi mejor en la primera entrega de Harry Potter.
La sensación de ir hacia atrás en tantos y tantos sentidos es bastante molesta, y es algo que se lleva alargando ya demasiado tiempo como para no mencionarlo. La trilogía precedente dejó toneladas de diálogos memorables, escenas para el recuerdo y canciones impresionantes que resuenan en nuestra memoria colectiva: es escuchar el tema de la Comunidad del Anillo, o de los espectros, o de la Comarca, y de repente se nos ponen los pelos de punta. Sin embargo, la rutinaria y convencional dirección de Jackson, la rutinaria y convencional partitura de Shore y la pobreza de todo lo demás hacen de esta saga un cúmulo de indiferencias, una detrás de otra, que muy pocos vamos a tener ganas de rememorar en futuros visionados, algo que con la trilogía de El Señor de los Anillos, mucho me temo, no va a suceder, pues su legado permanece mucho más sólido y firme.
Nada que ver con este lamentable epílogo de dos horas donde hay más ruido que nueces. Como siempre, aquí el apartado de maquillaje y vestuario destaca por encima de la media y demuestra el carácter de superproducción, pero ni siquiera estos aspectos técnicos salvan una papeleta cuando la historia que se está contando no tiene ni pies ni cabeza y el director y el compositor están tan perdidos como sus propios actores. Son tantos los desatinos (¿por qué los enanos se tiran media hora para vestirse con poderosas armaduras si luego al final salen a pecho descubierto?), tantos los viajes innecesarios con diálogos aún más (¿Legolas hablándole de su madre a Tauriel en la fortaleza de Gundabad?) y tantos los planos épicos que uno termina ya cansado. Alargada, con fallos técnicos y con ese amargo regusto de estar viendo lo mismo, pero peor, La batalla de los cinco ejércitos se convierte en la peor de las seis películas de la Tierra Media y en el colofón, justo en su mediocridad, para una falsa trilogía que, visto lo visto, quizá nunca debió producirse, o no al menos con esta pobre ejecución. Qué triste final para una aventura tan fantástica.
La sensación de ir hacia atrás en tantos y tantos sentidos es bastante molesta, y es algo que se lleva alargando ya demasiado tiempo como para no mencionarlo. La trilogía precedente dejó toneladas de diálogos memorables, escenas para el recuerdo y canciones impresionantes que resuenan en nuestra memoria colectiva: es escuchar el tema de la Comunidad del Anillo, o de los espectros, o de la Comarca, y de repente se nos ponen los pelos de punta. Sin embargo, la rutinaria y convencional dirección de Jackson, la rutinaria y convencional partitura de Shore y la pobreza de todo lo demás hacen de esta saga un cúmulo de indiferencias, una detrás de otra, que muy pocos vamos a tener ganas de rememorar en futuros visionados, algo que con la trilogía de El Señor de los Anillos, mucho me temo, no va a suceder, pues su legado permanece mucho más sólido y firme.
Nada que ver con este lamentable epílogo de dos horas donde hay más ruido que nueces. Como siempre, aquí el apartado de maquillaje y vestuario destaca por encima de la media y demuestra el carácter de superproducción, pero ni siquiera estos aspectos técnicos salvan una papeleta cuando la historia que se está contando no tiene ni pies ni cabeza y el director y el compositor están tan perdidos como sus propios actores. Son tantos los desatinos (¿por qué los enanos se tiran media hora para vestirse con poderosas armaduras si luego al final salen a pecho descubierto?), tantos los viajes innecesarios con diálogos aún más (¿Legolas hablándole de su madre a Tauriel en la fortaleza de Gundabad?) y tantos los planos épicos que uno termina ya cansado. Alargada, con fallos técnicos y con ese amargo regusto de estar viendo lo mismo, pero peor, La batalla de los cinco ejércitos se convierte en la peor de las seis películas de la Tierra Media y en el colofón, justo en su mediocridad, para una falsa trilogía que, visto lo visto, quizá nunca debió producirse, o no al menos con esta pobre ejecución. Qué triste final para una aventura tan fantástica.
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