martes, 24 de mayo de 2011

Yo aún te recuerdo...




Recuerdo que hace unos años, mi abuela y yo solíamos quedar de vez en cuando para comer. No era nada formal, sino algo que surgía de forma esporádica, ya fuera porque me invitaba ella en alguna conversación telefónica o porque yo, que entonces tenía un horario más flexible por estar con el doctorado, me ofrecía para hacerle compañía y pasar la tarde juntos.

Resulta curioso que recordemos a algunas personas por su rostro, mientras que otras se nos aparecen más por ciertos olores o sabores. En mi caso, el recuerdo de mi abuela está asociado siempre al olor de Cuenca, al del río Júcar, al de la vieja leñera plagada de trastos llenos de historias o al del suelo siempre limpio de la casa que miraba a las estrellas nocturnas del barrio gitano. Está también vinculado ese recuerdo a sabores, al del morteruelo, el ajo arriero o las migas, al del chorizo con pan de la merienda o al de aquella cinta de lomo tan bien adobada, y al agua de Solan de Cabras, con ese regusto a fuente que quedaba siempre al final de cada trago.

Mi abuela recuperaba todos esos sabores en cada comida, que jalonaba con no pocas sonrisas mientras rememoraba mil y una anécdotas, casi siempre todas ellas de momentos felices, de travesuras mías o de alguno de mis hermanos, de lo orgulloso que estaba el abuelo cuando comenzaron a llegar los nietos o de lo mucho que echaba de menos a aquellas amigas que eran maestras del cinquillo en la terraza del hotel Torremangana.

Sólo en contadas ocasiones logré que aquellos recuerdos me llevaran a un tiempo aún más lejano, pero cuando ocurrió fue algo digno de contar. En una de esas comidas me enteré de que mi abuela, a quien siempre había visto como una tradicional ama de casa, resulta que fue una de aquellas profesoras que se recorrían sendas y caminos para ir a dar clases a escuelas rurales, con aquellos grupos de alumnos de distintas edades y sexos a los que había que tratar de educar en su justa medida.

Supongo que de ahí me viene a mí la docente vocación, por esos genes que han pasado ya por varias generaciones y quién sabe por cuántas más habrán de pasar aún. Pero lo que más me sorprendió fue la manera en que narraba aquella historia, con qué orgullo se veía de nuevo a sí misma subida a aquel burro que le evitaba la nieve del invierno, y la relativa tristeza con que reconocía lo mucho que echó de menos aquella vida tras dejarla para casarse y tener hijos.

Nunca me habló mi abuela de la guerra, ni del hambre ni de las penurias que, casi con toda seguridad, debieron pasar hasta poder establecerse en aquella Cuenca de posguerra. Tampoco me contó cómo escuchó los primeros disparos de la guerra civil, en plena adolescencia, ni me dijo el profundo impacto que habría de tener en su vida, y que tanto miedo le hizo pasar cuando, cincuenta años después, un descerebrado ordenaba al congreso que se sentara a la espera del nuevo régimen que, por suerte, no fue tal.

Nunca le dije yo a ella, por mi parte y en otro ámbito muy distinto, el orgullo que he tenido siempre de ser su nieto, la profunda alegría de haber disfrutado de sus cuentos y canciones en aquellas largas noches de verano, o los juegos de cartas y de parchís a los que siempre hacía alguna que otra trampa con traviesa sonrisa. Nunca le dije que para mí tenerla casi compensaba no haber conocido a mis otros abuelos, que nunca me sentí huérfano de esa agradable sensación que es tener a un cómplice en la familia que te triplica la edad, que a pesar de esa distancia de edad parece comprenderte en ocasiones mejor que nadie.

Y bien que siento no haberlo hecho, porque lo cierto es que hace tiempo que ya no voy a comer a casa de mi abuela. Hace tiempo que ella ya apenas recuerda si le dije que quedábamos un lunes, un martes o un miércoles, y hace no tanto que apenas recuerda la receta del morteruelo, y que se queda absorta y me asiente de forma mecánica cuando le digo lo guapa que se ha puesto. Hace tiempo que cada palabra que le digo piensa que es otro nieto, y no yo, el que se la dice, y es entonces, cuando me dice lo salado que era Nacho cuando era pequeño, hablando de mí en tercera persona, cuando me doy cuenta de que dentro de poco mi abuela tampoco recordará mi nombre, y no sé si estoy preparado para ese momento.

Sólo sé que yo todavía recuerdo, y que esa memoria, dichosa memoria, se me atraganta porque ya no puedo compartirla con ella, y quizá por eso la escribo aquí ahora, para que cuando llegue ese día en que quizá yo ya no recuerde, pueda leerlo y conocer esa historia de dos personas que se sentaban juntas a comer con los recuerdos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha parecido precioso. Hace unos cuantos años me ha sucedido algo parecido. Creo que hay que disfrutar tanto de esas personas que irradian tanta historia y tantas vidas pasadas.
Nos damos cuenta y acabamos sintiendo una sensación de angustia cuando todas esas memorias se van esfumando poco a poco, que a veces da ganas de rebobinar el tiempo y volver a atrás.
Y todas esas preguntas que me hubiera gustado hacerle...
Es la vida, y con ella se va tanto que a veces ya no nos da tiempo a saber más de todas aquellas partes, vidas, personas, anécdotas o a... descubrirlas.

Un saludo.

Me ha emocionado :)