Expiró, y al hacerlo también cerraron sus ojos a la postrera muerte sueños, esperanzas e ilusiones que en vano deambularon a su lado mientras aún tuvo fuerzas para empuñarlas, para esgrimirlas y ondearlas; espada, lanza y bandera de triste figura que rodaron juntas por la arena de la blanca luna, que hubieron de atenerse a las reglas de la andante caballería y realizar el último viaje, el más doloroso y humillante de todos: doloroso, pues se hizo sin encomendarse a la sin par, alta y soberana señora de sus pensamientos; humillante, pues se llevó a cabo con la frente bien baja, la mirada perdida en un lugar de la Mancha y el corazón oprimido por el peso del fracaso.
Expiró, pero al hacerlo abrieron sus ojos las lágrimas, la inmediata nostalgia y el recuerdo de felicísimas desgracias que juntos atravesaron mientras aún pudieron cabalgar a la par rocín y rucio; amo y sirviente que nunca fue tal, que habría sido antes hermano que escudero, antes confesor que vil criado, gobernador de una amistad impagable antes que de una miserable ínsula, y fue esto último el consuelo que quedó en su maltrecho ánimo, saber que durante un tiempo les unió más el fraternal lazo que una apolillada costumbre de capa y espada, y tanto fue así que en el instante final, perdida ya toda esperanza, el amigo pidió lo que nadie haría salvo por un hermano, un confesor y un viejo amigo: que sobre él cayeran la culpa y el peso del fracaso.
Sólo así se evitaría la mayor locura de todas, que no fue, ni mucho menos, el creerse andante caballero.
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