Corría septiembre de 2004 cuando, de vacaciones en casa de unos amigos, uno de ellos detuvo el mando a distancia en un partido de tenis. Era una semifinal o unos cuartos de final de la Copa Davis contra Francia, y uno de los puntos decisivos de la eliminatoria (que iba 1-2 por aquel entonces) lo jugaba un chaval de 18 años llamado Rafael Nadal. Recuerdo que me senté en aquel sillón como hipnotizado por aquellos puntos que se sucedían a una velocidad de vértigo, unos drive de derecha casi imposibles y una mentalidad a prueba de bombas, que no daba un solo punto por perdido, que nunca daba una bola por mala. Para cuando Nadal ganó aquel partido y clasificó a España, yo ya era, en apenas unos minutos, testigo de una leyenda que no había hecho nada más que comenzar.
Puede parecer extraño, pero hubo un día en que nuestros mejores tenistas eran apenas flor de un día. En la década anterior habíamos tenido grandes jugadores, campeones de Roland Garros como Sergi Bruguera o Carlos Moyá, que llegó a ser incluso número 1 del mundo, así como Albert Costa, Alex Corretja o Juan Carlos Ferrero, que poco antes de Nadal era la gran estrella de este deporte en España. Sin embargo, su brillo apenas duraba dos o tres años. Tan pronto como aparecían y ganaban algún torneo relevante volvían a desaparecer sin apenas darnos tiempo a apreciar las cualidades de su tenis. Todo eso, como tantas otras cosas, cambió con Nadal.

Por aquel entonces, Nadal era un tenista que basaba sus triunfos en una serie de aspectos clave: a una fortaleza física descomunal y un físico envidiable unía una contención y un autocontrol del todo infrecuentes en alguien de apenas 20 años. Su derecha (aunque es zurdo, el término en tenis es así, qué le vamos a hacer) era un auténtico suplicio para una amplia mayoría de jugadores diestros, que sufrían los constantes ataques a su revés por parte de un Nadal siempre incansable, siempre generoso en el esfuerzo y el sacrificio. No obstante, su saque y ciertos aspectos de su juego en red y en el revés todavía podían mejorar, y a fe que lo hicieron.
Por otro lado, y lejos de encasillarse en su terreno favorito, la tierra, Nadal optó por ampliar sus horizontes a la hierba, asignatura pendiente para el tenis español, así como a la pista dura. En 2006, además de levantar su segunda copa de los mosqueteros en París, llegó a la final de Wimbledon, un torneo maldito hasta la fecha, donde cayó ante el mayor especialista en esa superficie de la presente generación y uno de los mejores tenistas de la historia, Roger Federer. Idéntico resultado sucedería en 2007, con su tercer Roland Garros y su segunda final de Wimbledon, donde jugó a un nivel aún mejor. Esta progresión se vería coronada finalmente en 2008, donde además de levantar el cuarto título de Roland Garros con un auténtico recital a Federer, al que derrotó por 6-1, 6-3 y 6-0, se adjudicaría su primer Wimbledon, en una final de más de cinco horas ante Federer que está considerado el mejor partido de tenis de todos los tiempos. La felicidad con la que Nadal celebró el título fue descomunal porque encerraba toda la tensión acumulada en años anteriores y su obsesión por triunfar en un terreno tan exigente, en cuya final Nadal demostró estar a la altura de los más grandes.

Es fácil imaginar la presión mediática que recaía sobre un Nadal al que todos parecíamos exigirle siempre ganar, ganar y ganar. Y, a pesar de todo, el de Manacor respondía siempre con más victorias: en 2010 levantó nada menos que su quinto Roland Garros (dándole una paliza a Soderling en la final, ironías del destino), su segundo Wimbledon y su primer y único US Open hasta la fecha, frente a un Novak Djokovic que acababa de aterrizar en la élite del tenis para sustituir a Federer como el gran rival por el liderato del tenis mundial. Tres torneos del Grand Slam en un año, algo que solo unos pocos han podido igualar o superar en toda la historia, para redondear su año imperial, posiblemente la cima de toda su carrera deportiva y en la que demostró haber mejorado aspectos clave como el saque, un revés a dos manos que ahora era endiablado y una mayor paciencia en los partidos para dosificar sus energías. Nadal era un tenista total, competitivo en todas las superficies y el dominador absoluto de la tierra batida, donde batía año tras año récords de torneos Master.

A todo eso se suma una serie de problemas físicos en la rodilla que hicieron que Nadal perdiera comba en 2012, a pesar de lo cual se las apañó para ganar su séptimo Roland Garros. Tras su victoria, decidió hacer un parón que muchos vieron como casi definitivo: desde 2011 arrastraba dolores fortísimos que llevaron a muchos médicos a recomendarle una intervención quirúrgica por un problema de ligamentos. Finalmente, su entorno decidió, con el omnipresente Toni Nadal a la cabeza, que optarían por un tiempo de descanso mayor y un tratamiento específico que, meses después, debería demostrar su eficacia sobre la pista. Nadal cayó en la lista ATP al cuarto puesto por incomparecencia en todo el segundo tramo de 2012 (perdiéndose también los juegos olímpicos de Londres, toda una decepción para el propio Nadal), mientras Djokovic seguía devorando el circuito y Federer veía declinar aún más su brillo.
A principios de 2013, un Nadal más tímido que de costumbre regresó a las pistas para, literalmente, arrasar: ganó 6 de los 8 torneos que jugó (llegando a 8 finales de 8, ojo), y para cuando Roland Garros abrió sus puertas volvía a ser favorito para levantar su octavo título en un mismo Grand Slam, algo que nadie ha hecho jamás (Sampras y Federer, los siguientes en lista, tienen 7 Wimbledon). La victoria de Nadal, que pasó como una apisonadora ante sus rivales y únicamente sufrió ante un Djokovic que terminó mordiendo la raqueta y maldiciendo a Mallorca entera, es uno de los triunfos más merecidos y reconfortantes de su carrera deportiva, un hito colosal que sitúa a Nadal como el mejor jugador sobre tierra batida de todos los tiempos y como a un deportista que, al fin, se ha quitado todas las espinas que le quedaban. El futuro que tiene ante sí, como había ocurrido hasta 2011, vuelve a estar en sus manos, como lo están sus límites, que llegan únicamente hasta donde él se marque. Y, ya de paso, fue la ocasión perfecta para acallar a todos esos bocazas que llevan años dando lecciones de tenis a costa de criticar a un Nadal al que, me temo, son incapaces de llegar a la altura de la suela de los zapatos. Incluso el público francés, que tanta tirria le tenía en sus primeros años, lleva ya varias ediciones rendido, reconociendo sin ambages la incontestable superioridad de este tenista sobre todos los demás.
Pero por encima de victorias, títulos y estadísticas, lo que siempre he admirado de este deportista es un carácter a la altura de su mito. Su educación, su respeto al rival, su entrega absoluta y su inmenso talento para jugar al tenis, con golpes imposibles, jugadas maestras y una visión de juego espectacular, están solo al alcance de los deportistas elegidos. Nadal ha batido todos los récords y únicamente juega ya, como los más grandes, para sí mismo y para la historia, y sobre todo para hacer disfrutar a los millones de seguidores que desde hace tantos años sufrimos y saltamos de alegría a su lado, ya sea en la grada o en el televisor. No es casualidad que todo el circuito del tenis mundial pasado, presente y futuro lo admire y reconozca como uno de los grandes a la menor ocasión: Nadal es, con su forma de ser dentro y fuera de la pista, un ejemplo para millones de personas y un verdadero patrimonio nacional. Ojalá no llegue nunca el día en que una lesión, el cansancio o la edad pongan fin a esta leyenda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario