Intentas que no te afecte, haciéndote a la idea de que ha sido un curso más, de que el año que viene vendrán otros retos, otros desafíos en formas más o menos similares, proyectos de persona con más o menos las mismas inquietudes, las mismas preocupaciones, los mismos sueños por cumplirse. Intentas convencerte de todo eso y más porque igual no quieres aceptar que te está costando cerrar esta página más de lo que querías reconocer. Y es que aceptar ese tipo de finales duele.

Por suerte los tuyos no se van a ninguna guerra; a lo sumo, a un bachillerato en Soto, que no es lo mismo. Pero se van. Y los que se quedan, en cierta forma también se van a ese lugar de los recuerdos donde dejamos todo lo que nos apetece que vuelva en cualquier momento, en una conversación, en un encuentro casual por la calle, al mirar la fotografía de un álbum hecho a mano con cariño y esfuerzo. Y con ellos, se van tantos buenos momentos que pasaste desde aquel día en el que te asombró ver unos toros corriendo por delante del instituto, contigo planteándote qué narices hacías en aquel lugar ante esa plaza de toros, o al circo posterior acampado a la misma puerta que te hacía preguntarte en qué medida no era aquello una metáfora perfecta y malévola de la situación de la educación de ese país del que tanto despotricas, pero del que no puedes separarte ni cien metros sin echarlo de menos.
Lo mejor de ese trabajo tuyo, ese que tanto adoras pero que muy pocos comprenden, es que no trabajas con datos, con intereses fluctuantes del mercado de valores o con estadísticas ni márgenes de beneficio; tu trabajo no se desarrolla en fríos despachos con frías pantallas de ordenador despidiendo rayos cancerígenos sin que te des cuenta, y no transcurre de manera monótona en viajes de negocio o soporíferas reuniones de encorbatados mercachifles. Tu trabajo, y en eso consiste la gracia, está en ese material humano que puebla las aulas, que cada día te espera sentado a que entres (mientras tú esperas en vano a que se estén quietos, contradiciendo así no solo su edad, sino su propia naturaleza). Y es un material humano que tiene rostro y voz (sobre todo voz), pero que también brilla en espontaneidad, en esa ingenuidad tan connatural a sus pocos años, a su todavía latente capacidad de asombro. Es un material humano que puede sorprenderse todavía con algún que otro viejo truco de magia, como ese poema que rima con bromas, esa obra de teatro que has escrito para los pequeños y con los que quieres revivir los mejores momentos o ese juego de eslóganes de publicidad que terminan sugiriendo dobles sentidos en los más bajos fondos, y que te hizo llorar de pura risa, más incluso que a ellos.

Miras ahora las fotos, los álbumes y todos esos trofeos que te llevas (manteo incluido), y tratas de convencerte de que no los vas a echar de menos, de que es posible que el año que viene se repita la jugada quizá en otro lugar, quizá con otro material humano, quizá en otras circunstancias. Y deseas fervientemente que así sea, porque eso daría continuidad al sueño, ese de las clases que intentaban combatir el bostezo y los recreos de torneo y bocadillo, de las risas y los llantos que terminaron en abrazo de amigo, de afecto y reconocimiento a los buenos ratos compartidos, pero algo dentro de ti te dice que no, que este año ha sido especial, único, irrepetible. Y entonces te acuerdas de aquellas mañanas de verano cuando eras tú el que iba al colegio, cuando no había prisa por despertarte y estabas tan feliz en tus mundos imaginarios, y el cabreo de que ese dichoso rayo de luz te devolviera a la realidad y te sacara de la fantasía.
Vuelve entonces esa escena de la clase vacía al final de la película, esa nostalgia casi inmediata al abandonar el aula el último día que nada tiene que ver con el oficinista que apaga las luces de su despacho, esa fría pantalla que lo despide sin alma ni sentimiento, o aquel otro que termina la reunión y sale disparado a su casa, a su sillón y su cerveza. Tú sales de ahí pero te dejas por el camino, en cada pupitre, ese vínculo que has tratado de establecer con cada uno, esos intentos por acercarles tu universo y que ellos se acerquen un poco más a esa realidad que los espera. Tú sales de ahí pero te dejas algo tuyo al salir, y eso es lo que duele, la ausencia de ese material humano que has intentado amasar y que busca ya otros horizontes más altos y mejores.
Porque lo malo de todo esto, lo peor, es que no ha sido un sueño: este curso ha sido una impresionante realidad cotidiana a la que te has acostumbrado como nunca hasta ahora y de eso, de las realidades que nos hacen tan felices, cuesta aún más despegarse que de los sueños. Que te lo digan a ti si no, remedo de profesor Keating, sucedáneo de profesor Holland, eterno aspirante a profesor Chips al que ojalá algún día llegues a acercarte. Que te lo digan a ti y a esa maleta de sueños y recuerdos que te llevas contigo, y por la que te sientes tan afortunado.
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