El cine de Christopher Nolan ha ejercido desde siempre en mí un fuerte componente hipnótico, una especie de gravedad capaz de atraerme hacia historias truculentas que solo contadas por él me parecerían interesantes (Memento, Insomnia, El truco final), o que directamente me embaucaban y trasladaban a ese lugar al que ansío llegar siempre que me siento en la butaca del cine, como me sucedió con El caballero oscuro y Origen. Hay algo especial en el modo de contar historias visuales de este director, una que le ha dado reconocimiento internacional y lo ha colocado como uno de los creadores con mayor proyección de todo Hollywood, lo que en esta industria equivale a un cheque en blanco para hacer la producción que uno desee. Y si bien él se ha decantado por el formato Imax en lugar de la pseudo-revolución del 3D, en el fondo no es tanto una cuestión de envoltorio como de la originalidad de su propuesta narrativa, visual y hasta sonora (porque vaya talento tiene para manejar al siempre predecible Hans Zimmer).
Todo ello, sumado a las geniales noticias que se iban conociendo sobre su excepcional reparto y equipo técnico, sin comparación ahora mismo en este tipo de filmes, hizo que mis expectativas fueran mayúsculas, una expectación que, no obstante, se volvió directamente proporcional al desencanto con nuevo tráiler, que cada vez que mostraba algo de la trama me iba acercando un poco más a la realidad de esta inflada, pomposa y, en el fondo, vacía trama de viajes espaciales con trasfondo familiar. Pero vayamos por partes.

Dicho así puede sonar fascinante, pero en cuanto la película empieza a sentar sus (lentas) bases en el prólogo en la Tierra, Interstellar pierde fuelle a marchas forzadas. Las películas que tienen que sostenerse en la fe del espectador ante los evidentes misterios que se supone que debe resolver el final tienen un enorme riesgo, especialmente cuando esa fe debe mantenerse casi tres horas. Esto no sería un problema si, como pasa en 2001: Una Odisea en el espacio, cada paso en el camino es sencillamente apasionante: no es el caso (y prometo no hacer más comparaciones con el clásico de Kubrick, palabra). Aquí buena parte de los giros de la trama suenan a una conveniencia extrema de guión, como el modo en que Cooper y su hija llegan a la base secreta de la NASA, o demasiado ligeros y alegres, como el modo en que Cooper se enrola en la misión. Del resto prefiero no decir nada, por temor al spoiler.
Para cuando llega el momento de echarse a volar por el espacio, mi paciencia comenzó a mostrar unos preocupantes síntomas de flaqueza. Habían sido demasiadas conversaciones de cerveza y terraza junto al trigo, demasiada charla científica sobre agujeros negros y demasiado plano de un compungidísimo Matthew McConaughey, que habrá terminado con el ceño hecho polvo después del rodaje y los lacrimales secos de tanto llorar. Y vaya por delante que el actor es lo mejor, con diferencia, de una producción que a partir del despegue inicia, curiosamente, una cuesta abajo imparable. De haber contado con un protagonista menos solvente, esto habría sido literalmente insoportable.


Interstellar es, en definitiva, una película técnicamente irreprochable, que seguramente se llevará todos los premios técnicos que sin duda merece. No se le puede poner un solo pero a su ejecución, a cada uno de esos medidos planos en cualquiera de sus localizaciones, y seguramente irá a los Oscars con ganas de comerse el mundo, como no podía ser menos. Ahora bien, a mí me parece que esta es una película menor en la filmografía de un cineasta al que se le puede y se le debe exigir mucho más que este tosco armatoste lleno de nonadas, donde menos mal que hay algunos alicientes que hacen más llevadero un tramo final simplemente delirante donde hasta los más fans de este director se llevarán las manos a la cabeza. Otra vez será.
No hay comentarios:
Publicar un comentario