viernes, 31 de enero de 2014

El tiempo será mi venganza (parte 1)



Era un día de grandes festejos en el reino de Iskandar. A primera hora de la mañana, tan pronto como sonaron las campanas que anunciaban el nacimiento del príncipe heredero, la voz corrió como la pólvora y todo el mundo se dispuso a celebrar aquella buena nueva como nunca antes se había visto: por todas partes se veían banderas con las insignias del reino, rojas, azules y amarillas, con el león de oro que pisaba la cabeza de la serpiente brillando en lo alto de todas ellas; las calles, avenidas y jardines próximos al palacio se vistieron con sus mejores galas, con las gentes animando a los caballeros y nobles damas que, venidos de todas partes, se acercaban para presentar sus respetos al recién llegado.

¡Gloria, gloria, al delfín de Iskandar,
Salvas y cánticos te han de aclamar!
¡Canten los bosques, el monte y el mar
que al fin ha llegado el delfín a Iskandar!


Los emperadores aguardaban en el trono, visiblemente fatigados tras una noche de desvelos y preocupaciones. Ya todo eso quedaba atrás. Ekai, que así se llamaba el heredero, reposaba tranquilamente sobre su cuna, acariciado con suavidad por las sábanas que envolvían su dulce sueño. Poco podía imaginar la cantidad de personas que desfilaron aquella hermosa mañana de primavera por delante de él, observando con curiosidad la parsimonia de aquella respiración que a todos inspiraba calma y ternura.

Sabido era por todos que aquel nacimiento garantizaba la paz en el reino, pues tras el feliz matrimonio de sus padres largos años habían pasado hasta que al fin vio la luz aquel niño. Y fueron sus ojos azules, símbolo de pureza en aquella región, la señal definitiva que necesitaban todos para afirmarse en la certeza de que el reino conocería al fin días de prosperidad, tras largos años de duras batallas con los enemigos que acechaban las fronteras al norte y al sur, en un intento cruel de dejar a la tierra sin rey y sin esperanza.

Había aquella mañana grandes e importantes caballeros, capitanes y comandantes de legiones que ansiaban ya el momento de que Ekai levantara el suficiente palmo del suelo para hacerle empuñar su primera espada. Había diplomáticos y sabios que estaban deseosos de poder enseñarle sus primeras letras, su primer protocolo, sus primeras nociones del significado de ser rey de todos y para todos. Solo uno aguardaba en silencio, preocupado. Solo uno, de entre todos los presentes, tenía la mente más puesta en el futuro inmediato que en el lejano, consciente como era de que más de un peligro se cernía sobre la vida de aquel niño inocente. Pues si las fuerzas militares que se agolpaban en las fronteras del reino eran poderosas, más aún lo eran aquellas que se mantenían ocultas bajo pieles de cordero en la misma corte del rey, ansiando el momento oportuno para asestar la puñalada traicionera que podría llevarlos a todos a la ruina. Y eso por no hablar de aquellas otras fuerzas, la de la noche oscura que todo lo veía y que, seguramente, también observaban complacidas la llegada de aquel rayo de esperanza, aunque quizá con no tan buenas intenciones como todos los demás.

Rudyard, hermano del rey, sabio y alquimista, hechicero según algunos y adivino según otros, estaba apoyado en uno de los balcones del salón del trono, con la perspectiva que gustaba de tener sobre todas las cosas y los hombres. Desde bien pequeño había aprendido antes a manejar las palabras que la espada, el profundo dolor o placer que podían producir si eran pronunciadas de la manera y en el orden adecuados. Contaban en palacio que con solo dos años engañó a todo el mundo aparentando que sabía leer; con cinco contaba cuentos hasta a las damas de compañía de la reina, y con diez era capaz de engañar a un hombre para que se tirara a un pozo de cabeza, si tal era su deseo. Con doce años, y preocupado por las sombras de hechicería que pesaban sobre él, el entonces anciano rey decidió mandarlo a las tierras de Kadeusi, donde vivían algunas gentes de su total confianza, valientes soldados y alquimistas que habían establecido una colonia en tierras fronterizas.

Mientras su hermano mayor aprendía a ser el futuro emperador Yordano, con la espada y el libro como principales amigos, Rudyard pasó su juventud en plena naturaleza, saltando de roca en roca y de árbol en árbol. Aprendió a escuchar el sonido del bosque al amanecer y a temer el frío del aullido del lobo en plena noche; supo cazar el animal más furtivo y perdonar la vida de su rival más temible, pero sobre todo aprendió que no solo los hombres tenían lenguajes capaces de transmitir mensajes, sino que también los animales, las plantas y hasta las piedras se expresaban de mil formas. Todas ellas aprendió a conocer, e incluso a controlar, y para cuando regresó al palacio su fama había alcanzado la categoría de leyenda. Un regreso que, para sorpresa de todos, se había producido tan solo un día antes del nacimiento del príncipe.

Absorto en sus propios recuerdos, y mientras observaba complacido la dicha de su hermano y su esposa, Rudyard apenas notó que toda la escena comenzaba a congelarse. Los nobles, las damas y los sabios, los mismos reyes detuvieron sus miradas de alegría y sus sonrisas de perla y marfil para dar paso al gélido encantamiento que los habría de mantener así durante toda una eternidad. Y cuando todos salvo el hechicero hubieron sucumbido al sueño profundo del hielo, Melkior surgió de entre las sombras portando en su mano derecha el báculo de su maléfico poder. Llegó ante el trono y de un modo tan sarcástico como despectivo, hizo una solemne reverencia antes de reír con fuerza por todo el salón:

- Yordano, gran rey de reyes, soberano de todas las tierras y los mares del mundo civilizado, luz de Iskandar y azote de los disidentes. ¿A mí deseabas mantenerme alejado en tan gran momento? Yo no soy un apestado cualquiera, un pordiosero de esos que puedas dejar fuera de los muros de tu castillo, ese que dicen que nadie ha podido doblegar jamás. ¡Yo soy Melkior! -gritó, estrellando su báculo contra la estatua de una dama de compañía que se desintegró en mil fragmentos de vida helada- ¡Señor del Inframundo, Soberano de volcanes y lagos de lava, luz de las Catacumbas Eternas y Azote de los idiotas como tú!

Mientras su voz se hacía más y más poderosa por toda la sala, Rudyard se asomó por la barandilla del balcón. Comprobó que su báculo estaba intacto, y quitó de la parte superior la gema de poder que podría delatar su presencia, mientras observaba la escena en completo silencio. Cuánto había acertado al llegar allí a tiempo.

- Y aquí está el príncipe Ekai, imagino -dijo el anciano señor de la noche, inclinándose gentilmente sobre la cuna-. Tiene la piel de nieve de su madre y los ojos de océano del padre, cómo no. Y es evidente que entre todos estos mentecatos que han venido a adorarte habrá más de uno y más de dos que querrán desposarte con su respectiva heredera, para así prosperar en esta tierra de ambiciosos y degradados señores. Mucho me temo, Ekai, que voy a hacerte el favor de tu vida. A partir de ahora pasarás a ser mi hijo, ese mismo que los dioses no quisieron concederme en su día. Lo dije entonces, cuando tuve que enterrar a la misma esposa que tu padre había mancillado y asesinado, y lo repito ahora, hijo mío: el tiempo será mi venganza.

Melkior envolvió a Ekai en un manto morado, y tras hacer una nueva reverencia, dio media vuelta y abandonó la sala entonando una canción de cuna que envolvió al príncipe en un sueño aún más profundo del que ya se encontraba. Pasaron solo unos minutos antes de que Rudyard se atreviera a salir, y contemplase desolado la escena. Las figuras de hielo no tardarían en perder su condición, y entonces descubrirían la ausencia del gran protagonista de aquel glorioso día que terminaría en tragedia. Si Melkior conseguía abandonar el reino de Iskandar y desplazarse hasta el Inframundo, nada ni nadie lograría devolver al príncipe sano y salvo.

Por ello, Rudyard actuó con toda la rapidez que le fue posible, y tras colocar de nuevo la gema sobre el báculo, alzó la voz y reemplazó la maldad de Melkior por la compasión que había aprendido de sus maestros de Kadeusi:

Cuentan las viejas leyendas
que un reino de oscuridad
desafiaba a los dioses
con un clima sin piedad.

¡Los dominios de Nilfheim
se extendían más allá
de las noches más siniestras,
eran tierras de maldad!

Dicen las viejas leyendas
que un océano sin sal
bañaba costas heladas
sin el brillo del coral,
que, desiertos sus parajes
de la vida elemental,
habitaba sus llanuras
la nocturna oscuridad
y alumbraba la mañana
el rugido de mistral.

Reino de nieve perpetua
condenada a perdurar
a ser siempre blanca y pura
tu sonrisa y tu ademán
solo da desesperanza
a quien se atreve a caminar
por sus templos silenciosos
por sus ríos sin caudal.

Reino de nieve perpetua,
así habrás de ser tú igual.
Duerme en la noche profunda,
duerme hasta el día, Iskandar,
en que caliente tu alma
la sonrisa angelical
de aquel a quien le debes
 obediencia y lealtad.


Para cuando terminó su hechizo, Rudyard estaba profundamente agotado. Lo que acababa de hacer seguramente no tendría perdón de los dioses, pero sí del rey, su hermano. Acababa de condenar a todos los habitantes del reino a la maldición de Nilfheim, el reino legendario de las nieves perpetuas. Eso los mantendría con vida, suspendidos en el tiempo, sin envejecer, dándole tiempo a él para tratar de averiguar el modo de rescatar a Ekai de las garras de Melkior. 

Yordano sonreía abiertamente desde su trono, ajeno por completo a las desgracias que acababan de tener lugar, y a las que estaban por llegar. Rudyard debía asegurarse primero de que la maldición había recorrido todas las tierras y los mares, que también los enemigos del reino estaban suspendidos en el espacio y en el tiempo de las nieves, y solo entonces podría emprender el viaje más peligroso de cuantos había emprendido jamás. El viaje al Inframundo.

Abatido por la tristeza y el cansancio, y con el vapor exhalando de sus labios, el joven mago se echó la capa azul sobre los hombros y la cabeza, y abandonó el salón del trono que permanecería así, tal y como estaba, durante toda una eternidad.



(Continuará)




Créditos de imagen:
1) http://en.wikipedia.org/wiki/Castle_Neuschwanstein
2) http://www.goodwp.com/world/16186-bavaria-germany-mountains-neuschwanstein-castle-snow-winter-tree-spruce.html

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