Steven Spielberg siempre me ha parecido un director bipolar, en el buen sentido de la palabra. Por un lado, tiene una variante lúdica y juvenil, de entretenimiento puro y duro, con cimas del cine de palomitas como Indiana Jones (1), Tiburón o Parque Jurásico, por citar solo algunas de las mejores. Por otro lado, este señor tiene una variante seria, grave y adulta, con una conciencia por grandes problemas de la humanidad como el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial (La lista de Schindler, Salvar al soldado Ryan), el terrorismo (Múnich) o, muy especialmente, la esclavitud afroamericana. A este último tema ha dedicado una trilogía formada por las muy diferentes El color púrpura, Amistad y la reciente Lincoln, estrenadas en décadas diferentes y con resultados bastante desiguales.



Otro de los motivos que pueden echar para atrás a un público mayoritario es un ritmo lento y pausado, que convierte el mes en el que se centran los preparativos de la votación de la decimotercera enmienda de la constitución americana en una auténtica tortura (al igual que padecieron los personajes en su momento, imagino). Todas las corruptelas y subterfugios que debe buscarse Lincoln para obtener su propósito, contemporizando de manera realmente peligrosa con el final de una guerra que estaba ya cantada del lado confederado, vertebran un relato que alcanza momentos sublimes en cada una de las muchas anécdotas con las que Lincoln jalona las situaciones más tensas.
Para mí, el carácter del personaje central y la respetuosa, cálida y comprometida visión del director hacia el pueblo afroamericano son los dos pilares sobre los que se asienta la calidad de esta película. Es muy difícil no empatizar con el Lincoln que nos brinda Day-Lewis, y todas y cada una de las alusiones e intervenciones por parte de los principales afectados por la enmienda están bien resueltas, aunque quizá con un punto de grandilocuencia (solo un poco, que conste).
Para mí, el carácter del personaje central y la respetuosa, cálida y comprometida visión del director hacia el pueblo afroamericano son los dos pilares sobre los que se asienta la calidad de esta película. Es muy difícil no empatizar con el Lincoln que nos brinda Day-Lewis, y todas y cada una de las alusiones e intervenciones por parte de los principales afectados por la enmienda están bien resueltas, aunque quizá con un punto de grandilocuencia (solo un poco, que conste).
Y es que al margen de alguna que otra concesión de cara a la galería (ay, esa visión; ay, esa llama de la esperanza al final), las inevitables banderas de barras y estrellas ondeando al viento y un final en el que a mí sinceramente me parece que han metido la pata con el asunto del asesinato de Lincoln (por el modo en que lo resuelven, me refiero), lo cierto es que he disfrutado muchísimo de esta película. No se me hizo larga en ningún momento, y disfruté cada diálogo como el que saborea un buen vino. Hacía tiempo que Spielberg no me enganchaba de esta manera, seguramente desde hace más de una década, y bien que celebro que se deje de caballitos y de Tintines animados para dar por fin vida a un proyecto que parecía maldito (Liam Neeson estuvo vinculado al proyecto para interpretar el papel principal durante casi once años, hasta que se hartó de esperar). Doce nominaciones a los Oscars en prácticamente todas las categorías relevantes (película, director, guión adaptado, actor principal, actores secundarios, fotografía, edición, banda sonora...) son uno de los mejores avales de una cinta muy recomendable. Puede que no sea una lección de historia del máximo rigor, y que algún que otro parlamento resulte más rimbombante y solemne de lo que debiera, pero esta cinta puede presumir de que es, al fin, el homenaje sincero y cálido de un director hacia una comunidad que ha sufrido una persecución sistemática durante siglos. Allí donde El color púrpura se trastabillaba, allí donde Amistad naufragaba (y perdón por la broma fácil) en medio de ninguna parte, Lincoln se eleva poderosamente, con fuerza y precisión. Qué gran película.
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