Hace mucho, mucho tiempo, era posible ir a una sala y encontrarse con un determinado tipo de cine, destinado a un público masivo y con el principal interés de recaudar cifras obscenas en taquilla pero que, a cambio de tan poco honestas intenciones, ofrecía un producto de una calidad digna y, sobre todo, de un gigantesco potencial de entretenimiento y diversión. En aquella época, ignorante de megavideos y demás latrocinios informáticos, era posible entrar en una sala y pasarlo en grande mientras escuchabas a la gente disfrutar de cada escena e incluso, en contadas ocasiones, aplaudir a rabiar al término de la película.

No sé si porque me había hecho mayor para esto o porque, efectivamente, mis temores se hacían realidad con cada nueva patochada que iba saliendo, pero el cine comercial de la última década me parece francamente mediocre. Como ya comenté con ocasión del reestreno del infausto Episodio I, es una categoría cinematográfica a la que creo que se le puede, y se le debe, exigir sensaciones y aportaciones como las que en su momento pudieron ofrecer películas como Indiana Jones y el Arca perdida, Star Wars IV-VI, Tiburón, Alien I-II o Terminator I-II. Todos estaremos de acuerdo en que no es la clase de películas que hace grande el cine, en términos de prestigio o calidad interpretativa, pero sí que lo engrandece en términos de espectacularidad, impacto en la cultura popular y, especialmente, en el fomento de la fabulosa tradición del cine de palomitas, que a mí me daría verdadera lástima que se perdiera con la dichosa generación 2.0.
Porque es algo que, nos guste o no, se está perdiendo y lo peor es que con razón. No sé si se debe a la falta de calidad que citaba antes, a los destrozos de la piratería o al cambio de intereses de la sociedad, pero lo cierto es que en los últimos años ha sido casi imposible ir a ver una película de este género y salir medianamente satisfecho. Sí, está la rareza de El caballero oscuro (2008), pero sabe a poco en términos comparativos con décadas como los 80 o los 90, aun con toda su rudimentaria galería de efectos visuales o tendencias horteras de ambas épocas.
Yo desde luego ya no voy a una sala de cine tan a menudo como antes, y cuando lo hago casi voy con un crucifijo por delante por si las moscas. A fin de cuentas, la sombra de sujetos como Roland Emmerich o Michael Bay es tan alargada (¿han visto la parodia de Titanic 3-D? es genial), que uno ya está espantado cuando ve anuncios de cosas como Battleship o la enésima de Transformers (adiós, infancia, adiós).
Quizá por todo ello no tenía demasiadas expectativas con el estreno de Los Vengadores. Viene rodeada de una maquinaria publicitaria imponente y tiene una estrategia de márketing que es para descubrirse, pero yo no puedo olvidarme de que casi todos esos alargados tráilers que son Iron Man I-II (2007, 2009), Hulk (2008), Thor (2010) o El Capitán América (2011) apenas llegan a la categoría de películas. Todas ellas eran un muy flojo aperitivo de esta nueva cinta que, pese a todos mis temores, resulta que no solo es, con diferencia, la mejor de toda la serie (algo que tampoco era especialmente difícil), sino que se ha convertido en una de las sorpresas más agradables de los últimos 12 años.

Los vengadores es un ejercicio de comercialidad bien entendida, quizá el mejor de los últimos 10 años, y solo por eso ya se merecería un respeto. Por suerte, la crítica y el público mundial se han rendido a sus muchas bondades, lo cual no me extraña en absoluto, y espero de verdad que este sea el punto de partida para una fructífera saga que, esperemos, no termine como tantas otras, porque devuelve sabores y sensaciones de antaño que yo creía extintas: al término de la película el cine entero ovacionó lo que acababa de ver, entusiasmado, y, especialmente la chavalería y un servidor, salimos dando botes y con ganas de más. Y es que así sí, señores de Marvel y del cine en general. Así da gusto ir al cine.
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