

2012 promete ser un año especial en cuanto al género de los superhéroes se refiere. Solo en los próximos meses se estrenarán Los vengadores, que recoge los frutos de las anteriores Iron Man (1 y 2), Hulk, Thor y Capitán América, así como la nueva versión de Spiderman y, no lo olvidemos, el verdadero plato fuerte: El regreso del Caballero Oscuro. Esto se suma a una larga lista de éxitos (y algún que otro fracaso) de los últimos años, que nos ha devuelto a la Patrulla X, en el lado más positivo, o de forma mucho peor a los 4 Fantásticos y Linterna Verde, entre otros tristes mutantes en mallas.
Creo haber expresado ya en anteriores ocasiones mi rechazo general por este género, al que con honrosísimas excepciones (X-Men 1 y 2, de Bryan Singer, y poco más) considero condenado a esquemas ultra comerciales con escaso margen para hacer algo realmente interesante. Los tópicos y arquetipos, heredados de unas narraciones visuales ya de por sí bastante paupérrimas, se convierten en un festín digital sin mucho más que dos o tres escenas supuestamente espectaculares con que deleitar al público, y con bochornosos diálogos y personajes de cartón piedra para aderezar la fiesta. La trilogía de Batman de Nolan es lo único que no solo no forma parte de esta impresión general sino que, en mi opinión, juega directamente en otras ligas muy superiores.
No obstante, antes de Nolan las películas de Batman eran precisamente ejemplo modélico de lo mucho que se puede llegar a deteriorar una saga (que tampoco empezó tan bien como muchos se empeñan, con aquellas horrendas cintas de Burton a la cabeza), del mismo modo que le ocurrió al héroe que inició todo esto, y que para muchos, incluido el que esto escribe, es quizá el superhéroe por antonomasia.
Era cuestión de tiempo que alguien se diera cuenta del enorme potencial de Superman como personaje cinematográfico, así que cuando la familia Salkind se arriesgó a producir no una, sino dos películas que se rodarían al mismo tiempo, no todos pensaron que estaban locos. Y poco a poco, conforme convencían a las megaestrellas del momento para los papeles secundarios (Marlon Brando como Kar-El, o Gene Hackman como Lex Luhtor), así como a Mario Puzo para el guión o a Richard Donner para dirigirla, el proyecto de Superman cobró dimensiones de superproducción, como no podía ser menos. Superman (1978) fue un éxito de proporciones descomunales en todo el mundo, galardonado con un merecidísimo Oscar a los mejores efectos visuales, y lanzó al estrellato a Christopher Reeve, además de confirmar que existía un público masivo para los héroes de cómic.
Marlon Brando aportaba todo su carisma en el primer tercio de la película, ambientado en un planeta Krypton soberbiamente diseñado. La tragedia se precipita con la destrucción del planeta, dando únicamente tiempo a Kar-El para poner a salvo a su hijo, Jor-El, al que enviará en una nave hasta la tierra. Allí será recogido por una familia adoptiva hasta que, poco a poco, su condición de héroe le lleve a Metrópolis para perseguir las injusticias del mundo. Gene Hackman ponía la chispa y Reeve su cara de póker para un duelo final de tintes mesiánicos emocionante y entretenido, adornado con la siempre magnífica partitura de John Williams.
Todo lo que ha venido después depende, en buena medida, de aquel proyecto tan extraño. Poco tiempo después del estreno de la primera cinta, y sin más explicación que una simple nota de despido, Donner fue apartado de la dirección cuando tenía ya rodado, según él, más del 75% de la fotografía de la secuela. Su lugar lo ocupó Richard Lester, más proclive a escuchar a los Salkind a la hora de aligerar la carga dramática de la primera parte y a incluir más humor. Fruto de todo ello, y tras la adición de bastantes escenas nuevas, se produjo el estreno de Superman II (1981), a mi juicio bastante peor que la primera parte y plagada de momentos frustrantes.
Los Salkind demostraron ser unos productores corrompidos por la avaricia y la usura. Por culpa de no haber pagado sus honorarios a Marlon Brando, este les demandó e impidió que salieran sus escenas de la segunda parte, en las que jugaba un papel fundamental. El apaño hecho por Lester, con la madre de Superman dando la nota, es tan patético como, por otra parte, inevitable en ausencia de Brando. Por su parte, Gene Hackman se negó a rodar una sola escena más sin Donner, por lo que tuvo que ser reemplazado por un doble que aparecía de espaldas, lo que resultó casi tan penoso como lo de Brando. Para redondearlo todo, el desfase entre las escenas de Lester y las de Donner se notaba en un Reeve más musculado y en una Margott Kidder (Lois Lane) que físicamente estaba muy cambiada.
A pesar de todo la cinta recibió buenas críticas y animó a los productores a seguir explotando la gallina de los huevos de oro, con las lamentables Superman III y IV. Los créditos iniciales de la tercera parte, de nuevo con Lester en la dirección, son tan absurdos que dan vergüenza ajena, y lo peor es que son la clave de sol del resto de una canción sencillamente olvidable, con el bobo de Richard Prior intentando hacer reír sin gracia alguna. De la cuarta parte casi mejor no hablar, para no deprimirnos más.
Tal es así que cuando Bryan Singer fue contratado para hacer un relanzamiento de la franquicia en 2006, ambientó su historia tras los acontecimientos de la segunda entrega, como si las dos siguientes nunca hubieran existido. Y no es que a él le fuera mucho mejor que a Lester (más bien al contrario), pero al menos devolvió al personaje una cierta dignididad que sin duda había perdido apenas diez años después del éxito de su primera entrega.
Hace poco ha aparecido una edición en Blu-Ray que contiene todas las películas de Superman, con dos adiciones bastante interesantes para los mitómanos. En primer lugar hay una versión extendida de la primera película (ojo, que se va casi a las dos horas y media), pero que resulta una versión muy completa de la historia ideada originalmente por Donner. En segundo lugar, y casi más importante aún, está el montaje de Donner de la segunda parte, con muchísimo material inédito que permaneció en las catacumbas de Hollywood hasta que, también en torno a 2006, fue reeditado tras un movimiento masivo en Internet, que ansiaba ver el montaje del director original.
Esta segunda secuela solventa todos los problemas de la versión de Lester al restaurar a Brando en su papel, y elimina todas las escenas de humor absurdo que Lester metió con calzador. Todo resulta mucho más lógico y auténtico, encaja mejor y es más coherente con la primera parte. Lástima que, sin embargo, se note algún que otro corte de montaje aquí y allá, y que ese 25% no rodado tenga que ser reemplazado por alguna que otra escena de Lester, porque entonces estaríamos hablando de una secuela casi tan buena, si no mejor, que la primera parte.
Y es que, en definitiva, la dilogía de Donner de Superman es un ejemplo de cómo hacer buen cine de super héroes, con un tono adecuado, un equilibrio narrativo bueno y unos actores estupendos. Fue una lástima, como señala el propio director en un documental, que estas dos películas no sentaran el debido precedente, porque puede que de aquellos desmanes de los Salkind llegaran, años más tarde, los despropósitos actuales de un género devaluado que, esperemos, coja cierto aire en 2012 más allá de El regreso de el Caballero Oscuro, para mí la más esperada de todas y de la que ya tendremos tiempo de hablar largo y tendido en futuras entradas.
Soy vecino de una localidad que aparece en todos los folletos y webs como un ejemplo de urbanismo y diseño de exteriores, plagado de parques, lagos y espacios amplios y luminosos; un lugar que, en palabras de un amigo mío, parece esa ciudad-decorado que Peter Weir imaginó para la genial El show de Truman (1997). Es una ciudad con una de las poblaciones más jóvenes de este país, un lugar de empresas y emprendedores que hace las delicias de todos esos juglares de la austeridad, que para mayor inri gobiernan desde hace ya tiempo con una de las mayorías absolutas más absolutas de la comunidad de Madrid.
En mi ciudad había un alcalde que ahora ya no lo es. Se trata de un señor que, a lo Julio César, llegó, vio y venció, obteniendo colosales victorias electorales que luego pagaba con favores aquí y allá, mientras dedicaba los fondos a hacer aún más verde y luminoso su feudo, y con cada nueva fuente y cada nuevo parque construido una salva de aplausos lo seguía, fervorosa y entusiasta. Aquello parecía un idilio condenado a la eternidad.
Sin embargo, este buen señor, que ya no es alcalde, tiene algunos puntos oscuros en su verde y luminoso reinado. Primero mandó construir unas viviendas de protección oficial en un espacio que luego resultó no ser tan amplio, y tuvo que soportar las lógicas protestas de los agraciados ciudadanos, obligados ahora a alquilar por sumas desorbitadas viviendas muy pequeñitas. Poco después se vio inmerso en una agria polémica acerca de una subida de sueldos que pactó con el principal grupo de la oposición, tan contento como él de que sus concejales (y el propio señor alcalde que ya no lo es) vieran cómo sus emolumentos aumentaban entre un 18 y un 36% en plena crisis del zapaterismo universal. Por último pero no menos importante, una última polémica vino a enturbiarlo todo aún más por culpa de un terreno llamado el Tagarral, por el que en 1992 fueron condenados la Comunidad de Madrid, el ayuntamiento de Colmenar y el de mi hermosa localidad a pagar por una nefasta recalificación, multa que ha ido en aumento desde 1992 hasta llegar a 2012 con unos intereses que se elevaban a 60 millones de euros. Tal cual.
Ante aquellos tres desafíos, nuestro buen señor que ya no es alcalde respondió con tres soluciones que ríanse ustedes de Salomón. A los encolerizados ciudadanos les amenazó con anular el sorteo en el que habían sido bendecidos si no callaban sus encolerizadas boquitas; ante las quejas por las astronómicas subidas de sueldo, se limitó a decir que lo que tenían que hacer los ciudadanos era dejarse de demagogias; ante el caso del Tagarral, primero envió una carta a los ciudadanos diciéndoles que había tres posibilidades: que cada ciudadano pagara cerca de 1000 euros de su bolsillo, sufrir un embargo de dicho terreno o, en un arranque de supremo cinismo, recalificar nuevamente los terrenos como suelo urbanizable y, ya de paso, darle un nuevo impulso al ladrillazo que tanto daño ha hecho a este país.
Sobra decir que esta tercera opción es la que salió adelante en un pleno, celebrado en marzo de 2011, en el que este buen señor que ya no es alcalde tuvo a los ciudadanos que fueron a protestar por estos motivos más de 6 horas de pleno para después abandonar la sala sin antender a una sola pregunta. Añádase que a este pleno había prohibido la entrada de la plataforma 15-M por un vídeo, que él considera difamatorio e injusto, acerca del tema de las subidas de sueldo, algo inédito en una supuesta democracia como la que este buen señor, que ya no es alcalde, supuestamente representaba.
Y digo que este señor ya no es alcalde porque la misma gente que lo mandó a conquistar las Galias ahora le ha llamado de nuevo a las glorias de la capital, a comandar una legión-empresa donde cobrará cientos de miles de euros, solo ocho meses después de ser reelegido en las urnas. Pero a este señor, que ya no es alcalde, le da todo igual porque todo lo deja atado y bien atado: le ha sucedido su mano derecha, el encargado de la parcela de urbanismo que, dicho sea de paso, es la llave del poder en esta magnífica, hermosa, amplia y verde localidad plagada de austeros emprendedores en la que tengo el orgullo, placer y privilegio de vivir, y que sea por muchos y felices años.
P.d: Lección de democracia: http://www.youtube.com/watch?v=9cRHQmW0ax8&feature=shareb)
El Tagarral: http://www.youtube.com/watch?v=bJ2892CLEq0
Hace un par de semanas, uno de los pocos empresarios de éxito que debe haber en este país tuvo la feliz ocurrencia de establecer un paralelismo entre la marcha de la economías china y española. Vino a decir algo así como que la primera de ellas está en la cresta de la ola porque está impulsada por una legión de infatigables trabajadores, mientras que la segunda se hunde sin remedio porque está formada por un atajo de vagos y perezosos. El comentario habría quedado en poco más que eso, un simple comentario, de no haber coincidido con una serie de artículos en la prensa (a mi juicio nada casuales) acerca de la cultura del esfuerzo del gigante asiático, por todos esgrimido como el motivo principal del ascenso imparable de este país como superpotencia mundial en los últimos años.
De los trabajadores chinos los empresarios alaban prácticamente todo: una ética laboral intachable, un sentido del deber que raya en lo obsesivo, una constancia a prueba de bombas, una cultura del aprecio por la diligencia y de desprecio por la pereza, etc. Hablan, con los ojos empañados en lágrimas, de que esta gente no coge bajas ni aunque tenga que venir a trabajar con fiebre o coja perdida, que no necesita vacaciones porque lo considera una pérdida de tiempo y dinero y alarga gustosamente sus horarios laborales más allá de cualquier convenio conocido hasta la fecha. Vamos, que si hubiera más trabajadores como ellos en este país, no sería descabellado pensar que seríamos nosotros, y no Merkozy, quien regiría los destinos de la vieja Europa con mano firme y decidida.
Por el contacto que he podido tener con ciudadanos de nacionalidad china, de todos ellos he obtenido una imagen de su propia cultura entre resignada y orgullosa: orgullosa porque se sienten cada vez más fuertes, con más peso internacional, pero resignada por una mentalidad férrea e inflexible que va en contra de una serie de principios que, me temo, tanto ellos como yo consideramos básicos.
Partiendo de la base del respeto más absoluto a la mentalidad del trabajo y el esfuerzo, contra la que no tengo absolutamente nada, tengo la impresión de que detrás de eso hay también otros aspectos que pocos, o muy pocos, dicen. Las jornadas de trabajo de 8:30 de la mañana a 0:30 de la noche a mí no me parecen normales, se mire por donde se mire. No me parece razonable, tampoco, que muchos hijos de estos trabajadores deban, por ley implícita, atender una serie de labores que van mucho más allá de echar una mano en la tienda, y que lindan peligrosamente con la explotación de menores de edad. Y esto es un asunto muy serio, especialmente cuando obstaculiza, por no decir que impide, su progresión académica, algo que he podido comprobar de primera mano en mi trabajo.
Puedo entender las razones por las que los empresarios se froten las manos pensando en los beneficios que dan las fábricas chinas, con una mano de obra barata y eficaz, que no molesta con ruidosas huelgas ni pancartas que valgan. Ahí están Apple y tantas otras empresas para dar fe de ello, fabricando buena parte de sus productos a precios ridículos que luego recuperan con creces mientras lidian con desgana con las polémicas en torno a las lamentables condiciones laborales de sus empleados, con decenas de suicidios incluidos para sazonar aún más semejante ensalada.
Ahora bien, antes de trasladar alegremente éticas laborales a un país que, en eso tengo que darle la razón al empresario, no se ha caracterizado nunca por su decidido ánimo emprendededor y su denodado esfuerzo, habría que pararse a considerar por qué eso es así. Si de España algo se alaba a nivel internacional es precisamente una concepción de la vida donde el trabajo es una parte de ella, no la única ni, en ocasiones, la más importante. Por lo general, este país goza de buen clima, de buena gastronomía y de una serie de costumbres que invitan a la reunión informal (y con ello no me refiero solo, aunque también, a nuestros miles de fiestas locales, regionales o nacionales). En buena parte de este país la dedicación al trabajo no está reñida ni con el tiempo que se dedica a la familia ni a la realización personal, a ese ocio cada vez más denostado en estos tiempos de crisis. Ahora bien, de ahí a considerar que aquí todo el mundo se dedica a tumbarse tranquilamente a ver la vida pasar, hay una gran diferencia. En España hay millones de personas que trabajan duramente cada día para sacar adelante a sus familias, y si hay más de cinco millones de parados no es precisamente por propia voluntad. Generalizar en este asunto es tan desafortunado como injusto con demasiadas personas, por lo que yo recomendaría más respeto y reflexión antes de hacer semejantes comentarios.
Yo desde luego tengo claro el lugar que quiero que el trabajo ocupe en mi vida, y a cuál de los dos elementos doy prioridad. El trabajo para mí no es aquello a lo que todo lo demás se supedita, sino que es la llave que abre una serie de puertas, tanto de realización personal como de obtención de recursos para llevar una vida digna. Y eso no significa que no me esfuerce en hacer mi trabajo de la mejor forma posible, que no cumpla mis horarios escrupulosamente o que no atienda a todas las obligaciones derivadas de mi profesión. Ahora, de ahí a convertir el trabajo en la razón última de la existencia, donde no se contempla la noción del tiempo libre, de la lectura o de un simple paseo, hay una diferencia tan abismal como enfermiza. Creo que entre el extremo del trabajador chino con ganas de suicidarse y el del trabajador español que hace lo posible por trabajar poco, y a ser posible mal, ha de haber un término medio. No dudo que lo primero impulse económicamente a un país, pero si eso se hace a costa de la felicidad de sus individuos entonces no sé hasta qué punto se crea un problema incluso mayor.
Es indudable que España tiene que modificar una mentalidad demasiado acomodaticia y, sobre todo, tiene que desterrar los comportamientos tan bochornosos de corrupción, fraude y latrocinio que protagonizan desde el más miserable de los rateros hasta el más insigne de nuestros “políticos”. Tampoco nos vendría mal aumentar varios puntos nuestra cultura del esfuerzo, porque de todos estos factores y algunos más que me dejo en el tintero se deriva nuestra actual situación económica. No obstante, y esto es un ruego directo a todos los voceros de las maravillas asiáticas, déjenme a China en paz, que ni sus trabajadores son una masa felizmente realizada ni toda su cultura un gigantesco ejemplo que España tenga que seguir porque un buen señor, ebrio sin duda de tanto superávit, nos diga que tenga que ser así.