Después de varios meses en aquella remota isla, comencé a acostumbrarme a la calma del lugar. La angustia de no saber quién era o por qué estaba allí dio paso a una extraña indiferencia, a lo que contribuía aquel extraño clima de silencio que lo envolvía todo. Ante la falta de apoyos externos en los que confiar, la soledad había agudizado mis sentidos y mi conciencia hasta el punto de que tenía la sensación de ser una especie de receptor universal de estímulos. Mi oído captaba hasta el menor crujido de la palmera más lejana, mi vista había afinado el contorno del horizonte y mi tacto era ahora capaz de percibir hasta el menor detalle de cada objeto que tocaba o pisaba, la rugosidad más leve al contacto de los dedos, la suavidad más perfecta al contacto de los pies sobre la arena de aquellas playas de ensueño. Haberme perdido allí se había convertido, irónicamente, en el primer paso para encontrarme de nuevo.
En mis largos paseos y exploraciones por las playas y bosques, una serie de reflexiones sobre mi pasado acudieron a mí de la forma más inesperada. Cada nueva situación ante la que me enfrentaba, como saltar desde una cascada para alcanzar un saliente, cruzar a través de angostas cavernas y cañones en las cimas del noroeste o trepar decenas de metros sobre el suelo para alcanzar puntos de referencia que me orientaran eran acciones que jamás hubiera realizado en mi anterior vida. Lo que allí hubiera sido sinónimo de locura o temeridad aquí era una acción necesaria, casi propia de aquella extraña rutina isleña en la que me había visto inmerso a la fuerza.
La primera noche en la isla, recuerdo perfectamente la angustia que sentí por el hecho de no tener a nadie cerca con quien compartir mi miedo. Estaba aterrado ante la posibilidad de tener que enfrentarme a una supervivencia incierta, sin los recursos ni la preparación que una tarea así requería. No obstante, y a pesar de haber llovido con intensidad durante toda la noche y buena parte de la madrugada, el cielo amaneció limpio de nubes, radiante en el reflejo del sol sobre las olas, y aquello me dio ánimos para emprender aquella aventura forzada.
Las necesidades básicas de alimento y agua las solventé antes de lo que imaginaba. A poco más de tres kilómetros al norte de la isla encontré el curso de un río que aliviaría mi sed en adelante, y los frutos que había a cada paso no hacían sino descubrirme sabores que no creía posibles, pero que en cualquier caso me permitieron mantenerme en pie y afrontar nuevos retos. En cuanto a la vivienda, la segunda de mis grandes preocupaciones, la solventé de diferentes maneras según la época del año: en la estación lluviosa me refugiaba en las cuevas de los cañones, a pesar de lo engorroso que resultaba trasladar víveres hasta allí. En la estación cálida me desplazaba cerca de las playas, donde hacía chozas con los materiales que encontraba alrededor. Las primeras eran un auténtico desastre y se caían al primer soplo de brisa marina, pero la técnica fue mejorando por el sistema de ensayo y error hasta lograr algunas construcciones bastante decentes y con las comodidades justas para sobrellevar aquella estancia de una manera más que digna.
Por las tardes, bajaba hasta una de las calas del suroeste de la isla, donde las mareas eran más calmadas, y desde allí contemplaba la puesta de sol. La primera vez tuve miedo de no saber orientarme de vuelta, pero al cabo de un tiempo y ante la ausencia de cualquier forma de vida que no fuera la mía o la de aquellos peces que por fin estaba empezando a lograr pescar, saberme solo me daba una cierta sensación de seguridad, como si fuera el rey de un extraño reino donde yo mismo cumplía todas las funciones sociales y ninguna al mismo tiempo. Una noche, volviendo de la cala tras una puesta de sol que había teñido el mundo de ocre y sangre, encontré unas pisadas en la arena que no se correspondían con las mías. Comprobé el tamaño y la profundidad sobre la arena, así como el estado de la marea, y la única conclusión lógica a la que pude llegar es que debían pertenecer a otra persona. Traté de seguir su rastro, pero este se perdía en los primeros árboles que había nada más terminar el último risco de la playa. Fue la última vez que vi la puesta de sol desde aquel privilegiado lugar.
Puede parecer extraño que llevara la cuenta de los días de la semana desde que estaba allí, pero era una forma de sentir que estaba todavía formando parte de una realidad más grande que la de mi isla. Desde mi llegada habían pasado diez meses, seis días y doce horas, y la noche en que descubría las huellas fue un jueves, 14 de mayo. Por ello, decidí llamar Jueves al extraño visitante, ya que darle un nombre me sirvió para otorgarle una cierta identidad a aquellas marcas sobre la arena, hacerlas corpóreas de algún modo.
Lo que nunca imaginé es cómo de pronto aquel descubrimiento cambiaría por completo mi forma de estar y de sentirme en la isla. Ya no pensaba en ella como mi isla, de hecho, sino como un lugar compartido en el que alguien más tenía la necesidad, como yo, de encontrar víveres y agua, refugio y consuelo a su soledad en el templo de sus propios pensamientos. Y aquella sensación se volvió tan esperanzadora que por poco no me dieron ganas de ponerme a cantar y a bailar, olvidadas canciones de mi infancia que trataban de la vida como un camino compartido por el que merecía la pena vivir.
Mi primer encuentro con Jueves no fue, desde luego, como hubiera imaginado. Había tomado la decisión de capturar algunas aves con el objeto de domesticarlas y convertirlas en el canario de mi particular mina en caso de que el intruso se acercara a mis territorios o quisiera apoderarse de mis pertenencias, que por seguridad trasladé a la cueva más profunda y difícil de acceder de todo el cañón. Había construido una pajarera capaz de albergar cómodamente a tres aves de tamaño medio, y ya había capturado dos de ellas, unos hermosos tucanes negros
de pico moteado. El tercero lo encontré subido a una rama, con unos brillantes ojos observando atentamente todo lo que se movía a su alrededor. Acostumbrados a mi presencia, muchos de ellos me dejaban pasar sin modificar su conducta salvo que me acercase demasiado, pero aquel estaba inquieto, como si hubiera detectado que algo no iba bien. Miré hacia los arbustos que el tucán observaba sin parar, y allí estaba Jueves, tendido sobre el suelo.
Durante unos instantes, fue como si la jungla hubiera acallado todas y cada una de sus particulares voces. Solo tenía ante mí el cuerpo de Jueves, deshidratado y con evidentes síntomas de desnutrición. Era difícil calcular su edad, en parte por el cabello y la suciedad que recubrían su rostro. Tenía que darme prisa. Dejé la pajarera en el suelo y cargué con su cuerpo hasta el refugio de la cueva, tarea que me llevó prácticamente todo el día, ya que Jueves era más grande que yo y la distancia era considerable. Para cuando llegué, la tarde fundía sus últimos rayos con las olas del horizonte. El cuerpo de Jueves estaba frío, así que hice una hoguera que tuve que improvisar allí mismo. Calenté algo de pescado y mientras tanto lavé cuidadosamente su rostro, brazos y torso, descubriendo heridas aquí y allá. Solo logré que comiera algo de pescado entre sueños y pesadillas, aunque por suerte parece que ni ellos pudieron con una sed que me dejó casi sin provisiones. Después de eso cayó presa de un profundo sueño.
Durante las siguientes dos semanas, mi rutina cambió por completo en función de Jueves. Todos los días me desplazaba al otro extremo de la isla, de donde traía comida y agua en una especie de mochila que fabriqué de manera rudimentaria. También había elaborado una sábana cosiendo retales de mi antigua ropa, que algo hacía contra el frío de la noche. Y aunque me costaba horrores lograr que Jueves comiera, poco a poco fue recobrando el apetito y las fuerzas. La primera vez que abrió los ojos en mi presencia se llevó un susto tremendo, pero sus escasas energías le impidieron llegar muy lejos. Con el paso de los días se acostumbró a mi presencia e incluso sonreía al verme, tras haber llegado a la conclusión de que no quería hacerle daño.
Por sus rasgos físicos, deduje que podía pertenecer a una raza autóctona de la zona en la que me encontraba. A diferencia de mi piel y mi constitución, pálida y débil, la suya era morena y fuerte, aunque mermada por la falta de alimentos. Tenía un tobillo bastante magullado por lo que sus movimientos eran bastante limitados, pero poco a poco logró ir apoyando y, con ayuda de un bastón que fabriqué hecho a su medida, pudo apoyar. No hablábamos el mismo idioma, pero pude sentir un agradecimiento infinito en las palabras que me dirigió el día en que, por fin, ambos salimos de la cueva por nuestro propio pie.
No volví a ver a Jueves durante un tiempo. A pesar de que la isla era relativamente pequeña y que, de cuando en cuando, creía sentir su presencia, me hice a la idea de que prefería llevar su vida por su cuenta. En parte me sentí mal, como si todo lo que había hecho por él mereciera al menos algo de compañía de cuando en cuando. Llegué a pensar incluso que no valoraba semejante esfuerzo por mi parte, pero nada más lejos de la realidad.
La tarde del día en que se cumplía un año exacto de mi llegada a la isla, comencé a escuchar un extraño sonido, como el de una tuba. Guiado por su intermitencia, llegué hasta una playa que nunca había visto antes. Allí estaba Jueves, de pie y sonriente ante aquello que había ocupado su esfuerzo durante tantos días: un bote, con una gran vela y provisiones para varias semanas cargadas en el compartimento de popa.
Aquella fue la última vez que vimos el sol ponerse tras el horizonte en la isla. El bote clavó su diente en el agua y comenzó a navegar hasta que, en apenas unos minutos, todo rastro de aquel lugar quedó borrado por las olas. Por un momento me sentí desanimado, pero entonces Jueves comenzó a cantar, una olvidada canción de su infancia que trataba de la vida como un camino compartido por el que merecía la pena vivir.